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7 de enero de 2020. Pedro Sánchez salía satisfecho del Congreso tras haber superado su primera investidura. Llegar hasta ahí le había costado una intensa negociación con Esquerra Republicana de Catalunya, un polémico pacto que incluía una mesa de diálogo con la Generalitat para la resolución del «conflicto» catalán y un acuerdo de coalición con Unidas Podemos al que no le había quedado más remedio que sucumbir tras una repetición electoral que no salió como esperaba. Ese mismo día, en la otra punta del mundo, las autoridades chinas confirmaban que el patógeno que estaba causando numerosos casos de neumonía en Wuhan, provincia de Hubei, era un virus nuevo de la familia del coronavirus. Poco podía imaginar entonces nadie el impacto que ese asunto tendría en su recién inaugurado mandato.
Apenas tres meses después, el martes 10 de marzo, el presidente del Gobierno se encuentra en el Palacio de la Moncloa consciente de que durante demasiadas semanas se ha minusvalorado el riesgo que suponía la nueva enfermedad y de que se enfrenta ya a una situación difícil de gestionar. Tras participar en una reunión extraordinaria del Consejo Europeo para coordinar la actuación frente a la covid-19, comparece para hablar por primera vez con gravedad de la situación. «Haremos lo que haga falta, donde haga falta y cuando haga falta. Y juntos superaremos esta crisis», sentencia.
La declaración del estado de alarma estaba ya ese día sobre la mesa, pero Sánchez, atrapado en el dilema que acompañaría toda su actuación posterior y que provocaría claros choques en el seno del Gobierno, economía o salud, lo descarta. Aún piensa solo en el impacto sobre el tejido productivo de una crisis que la Organización Mundial de la Salud ni siquiera declararía como pandemia hasta 24 horas más tarde.
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Las alarmas por un salto exponencial en los contagios habían saltado en el Gobierno en la noche del 8 de marzo. Luego otras fuerzas políticas le reprocharían que permitiera la manifestación por el día de la mujer, del mismo modo que se recordaría la celebración, en ese misma jornada, de un acto multitudinario de Vox en Vistalegre, con Javier Ortega Smith ya sintomático, estrechando manos a diestro y siniestro. Su positivo llevaría dos días después al Congreso a suspender toda la actividad parlamentaria una semana.
Un día antes de que Sánchez lanzara su «haremos lo que haga falta», en la que resultó ser solo la primera de muchas comparecencias adornadas con un lenguaje casi bélico, el Ministerio de Sanidad, con Salvador Illa al frente, había declarado la Comunidad de Madrid, Vitoria y Labastida como «zonas de transmisión comunitaria significativa o alta» y acordado el cierre de los colegios, el teletrabajo y el aplazamiento de las intervenciones quirúrgicas y consultas no preferentes. Se pidió ya no viajar en todo el país. Había 1.622 casos positivos de coronavirus, 35 fallecidos y 101 personas en la UCI. En 2020, acabarían muriendo en España, en tres olas de covid, 60.358, según el INE.
Las previsiones se quedaron obsoletas rápido. En 48 horas, el epidemiólogo Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, que a finales de enero había calificado de «poco probable» que el virus llegara a España, advirtiera de que si no se reducía la movilidad de la población al máximo generaría un problema sanitario grave. El 14 de marzo, en un Consejo de Ministros que se prolongó por siete horas (aún sin mascarillas ni distancia de seguridad) se decretaría el estado de alarma y un confinamiento que tampoco fue suficiente. Fueron días muy duros, con las comunidades autónomas, que nunca perdieron las competencias sobre sanidad, desbordadas tratando de comprar como fuera un material sanitario que escaseaba en todo el mundo. El día que el ejército entró en las residencias de mayores a ayudar se encontró ya en algunos casos con ancianos conviviendo con cadáveres.
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Y nada parecía ser suficiente. El 27 de marzo, el Ejecutivo aún tuvo que tomar otra decisión controvertida: «hibernar» la economía, paralizar hasta el 9 de abril toda actividad no esencial. Sánchez contaría después cómo por las noches despertaba empapado en sudor, sus lágrimas, su frustración... «Cuando salía a los medios de comunicación tenía que dar una seguridad que yo mismo no tenía», admitió ya en 2023.
Desde un punto de vista sanitario, las cosas irían mejorando muy poco a poco. Hasta diciembre no llegarían las vacunas y en 2021 aún fallecieron por covid 39.444 personas. En el verano de 2020, con la «nueva normalidad», la gente estaba en las calles con mascarillas y el gel hidroalcohólico en cada esquina, Sánchez llegó a proclamar, víctima de un espejismo, que habíamos «derrotado» al virus. La inyección de los ingentes fondos de resiliencia acordados por la UE supuso además un bálsamo en lo económico. Pero administrativamente, aún habría choques y contratiempos.
Desde marzo a octubre de 2020, cuando se aprobó un segundo estado de alarma de seis meses que delegó en los presidentes autonómicos la capacidad de limitar la libertad de circulación, hubo 17 Conferencias de Presidentes, «Cogobernanza» lo llamó el Gobierno. Pero pasado el 'shock' inicial afloraron problemas como el de que las autonomías no tenían competencias para decretar confinamientos y ante sus medidas restrictivas, los distintos Tribunales Superiores de Justicia, encargados de controlar su legalidad, dieron respuestas dispares. No siempre hubo, además, coincidencia de criterios entre hasta dónde debían llegar las medidas y los encontronazos de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso (al grito de «cañas y libertad») con Sanidad fueron especialmente recurrentes. Durante un tiempo estuvo sobre la mesa la posibilidad de aprobar una ley de pandemias que generara cierta seguridad jurídica. El Ejecutivo, finalmente, lo descartó. El Tribunal Constitucional, dividido, acabaría declarando parcialmente ilegales los decretos de alarma, pero para entonces la crisis estaba superada.
Los dos estados de alarma usados por el Gobierno de Sánchez en la pandemia para confinar a la población (entre el 14 marzo y el 21 de junio de 2020 y entre el 25 de octubre de 2020 al 9 de mayo de 2021) fueron legales porque esa figura era suficiente para forzar a los encierros. Eso fue lo que declaró el Constitucional, ahora de mayoría progresista, en su última resolución sobre este asunto el pasado noviembre. Entonces, la corte ahora ya presidida por Cándido Conde Pumpido, se corrigió a sí misma con respecto a otros tres fallos previos (entonces con mayoría conservadora), que habían sostenido que un recorte de derechos tan grave solo podía haberse hecho con un estado de excepción.
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