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Hola capturadores
Hace dos semanas que voy como pollo sin cabeza. La desolación se ha apoderado de mi persona y mis peores presagios se han confirmado. Mi barrio se ha pasado al lado oscuro, como tantos otros. El primer signo lo vimos hace poco, cuando un local de mensajería, de esos que hay en muchos bajos, para redistribuir los envíos pequeños en moto, bajó la persiana y levantó una de esas puertas que se abren con un candado con combinación númerica, que guardan una llave de casa. Poco importa que no haya más ventana que la de la puerta, que esté a ras de suelo o que sea un local interior. Los apartamentos turísticos han llegado a mi zona. No es que hasta ahora no hubiera, porque no soy tan cándida de creerme que vivo en una aldea gala del turismo. Hay bloques de apartamentos completos, construidos para tal uso, con su recepción y servicios. Y hay hoteles, claro. Pero hasta ahora no habíamos entrado en la clandestinidad del air bnb.
Por si el disgusto fuera poco, lo que también ha llegado al barrio han sido las franquicias. Para más tristeza, una de pollo frito que no puede ser más desmotivadora ha ocupado uno de los mejores locales de la zona. Lo fue antes de un conocido restaurante de paellas tradicionales a leña, que se acabó marchando. Así que de pollo para el arroz pasaremos a cubos de pollo frito, que se distribuirán por toda la ciudad en bicis, motos y patinetes de un gran grupo de riders que, a buen seguro, le disputarán la acera a los coches, que ya se la habían sisado a los peatones. Eso, y la calidad del aire, que ahora pasará a tener tufillo a freidoras. En plural. Por muchas vueltas que le doy, no entiendo quién les ha hecho el estudio de mercado que les fijaba como buena idea abrir el local en un distrito que no es de paso, y en el que no hay (aún) una ratio de turistas superior a la de vecinos. Los locales de comida y moda rápida están agrupados en un centro comercial y el resto del distrito se mantiene con negocios más o menos locales.
En mi barrio se sigue pudiendo comprar el pan en la panadería. La carne en la carnicería y se pueden tomar cafés a 1,20 euros. En la frutería te fían si te has dejado la cartera en casa, hay bares donde se come de menú o preparan bocadillos a precio popular. Y en la farmacia te renuevan la receta aunque se la lleves un día después. Pero pronto reproduciremos aquel meme de dos ratas pelando por un churro, por el último croasán que quede en el horno del barrio, si es que no se ha transformado en un rollito de canela que se vende a 5 euros.
La verdad es que estoy acojonada. Me gusta vivir en mi barrio, en una zona tranquila de la ciudad, que se puso en el mapa para muchos con el terrible incendio que se vivió en Valencia a finales de febrero. Aquí hago el grueso de mi vida, porque como ya he escrito en cartas anteriores, me gusta hacer vida de barrio y tratar de mantenerlo con mi gasto activo. Mi historia es la de también la de otros. Compramos un piso en 2015, cuando los precios no estaban como hoy. Lo hicimos, como muchas personas, descapitalizándonos para poder dar la entrada, y porque la hipoteca nos salía mucho más barata que el alquiler que estábamos pagando ya por la zona. Nunca hemos estado tan en el sitio adecuado y en el momento adecuado como en aquella compra. Hoy, con seguridad, no habríamos podido hacerla porque mi casa ahora vale justo el doble y nuestros sueldos y ahorros cunden casi un 30% menos. Haz las cuentas. A mí, no me dan. Con los años, hemos ido poniendo la casa a nuestro gusto, mejorándola con pequeños detalles. Y cuanto mejor está, más cómodos nos sentimos dentro.
Mientras, de vez en cuando echamos un vistazo a los portales de pisos para saber cómo está la zona. El panorama es desolador. Y eso que hace casi un año se puso en marcha una ley de vivienda para poder detener un poco la locura en que se ha convertido poder vivir debajo de un techo. Y a juzgar por los primeros datos, la norma no ha servido para mucho. En Valencia capital los alquileres están más allá de las nubes. El precio por metro cuadrado en la ciudad está ya a 13,5 euros. Por un piso de unos 90 metros, la cuenta sale sola. Más de 1.200 sólo por abrir la puerta. A eso hay que sumarle todos los gastos que conllevar vivir. Luz, agua, gas, comida, internet, transporte. Si tenemos en cuenta que el salario más común entre los ciudadanos es de 18.502 euros brutos anuales, independizarse sin pareja es imposible. Hacerlo con una, sea la que sea la relación de amor o amistad, es casi una temeridad.
Pero es que sobrevivir (que es vivir con lo básico) no es lo único que se ha puesto imposible. Vivir (que es sobrevivir con extras como viajar o tener ocio) es ya complicado este año. Cada vez se caen más personas de la lista que puede asumir sus gastos y guardarse algo para pisar la playa o la montaña en verano. Por eso, hasta los particulares hemos comenzado a fiarlo también casi todo al turismo. Por eso alquilar por tu zona se ha puesto como se ha puesto. Y salir a desayunar está complicadísimo. Pero dale una vuelta a cómo te estás comportando tú como vecino. Piensa dónde compras el pan, cuánto has gastado en Glovo este mes o dónde compras paquetes gigantes de ropa. Si has comenzado a darte cuenta de que los turistas han comenzado a cambiar tu vida, echa un vistazo a tu alrededor, porque esa franquicia que te acaban de abrir, probablemente ha desplazado a un negocio que ha tenido que cerrar porque pocos de nosotros íbamos. O el apartamento que te acaban de abrir es de alguien que prefiere sacarle 3.000 euros al mes en semanas sueltas de turismo que alquilárselo a un estudiante por 600. Todos hemos entrado al juego.
Hace poco le leí a Sergio Mendoza, una de las personas más creativas y cuerdas de la ciudad (pese a que tiene varios negocios de hostelería muy apegados a la cultura de barrio) que a unos turistas en su barrio les habían sellado la cerradura del air bnb con silicona. Y a partir de ahí reflexionó sobre qué tipo de vida de barrio lleva alguien que vandaliza un apartamento turístico. ¿Consume en los locales de la zona o pide comida basura online que le lleva alguien con una profesión precarizada?, ¿compra esa persona el pan en una panadería o lo hace en una gasolinera o supermercado?, ¿han pisado alguna vez una ferretería o directamente acude al botón de Amazon? Es decir. ¿Cómo gastan su dinero quienes ponen silicona para defender al barrio? La situación actual es común a todas las ciudades con algo que ver. Y todos hemos contribuido a ello. Porque todos somos turistas en algún sitio. Y a todos nos odia algún vecino de un sitio donde la Unesco puso la chincheta.
Ojalá hubiese más gente cenando en un bar de mi barrio. Ojalá más vecinos prefirieran alquilar su casa a una familia que hará vida en la zona que a unos ingleses que contribuirán a que un día ni siquiera ellos puedan vivir ahí. Ojalá más personas sigamos yendo al horno a comprar el pan. Y ojalá de vez en cuando bajemos a comer el pollo frito de la franquicia, pero también a comernos un chivito en la cervecería de la esquina. Sí al turismo y sí al progreso. Pero también sí a seguir viviendo en una ciudad y no en un decorado de cartón piedra.
El consejo. El sábado fui a comer a Bajoqueta, el quinto local que ha abierto el grupo Grastroadictos en la ciudad. Me alucina lo llenos que están siempre sus locales, porque vayas cuando vayas siempre están llenos. Pero como yo soy muy previsora y siempre reservo, nunca hay problema. Pues además de que comimos fenomenal, hubo dos cosas muy ricas que me gustaría recomendaros si vais. Una, los champiñones con yema trufada y salchichón ibérico (sí, salchichón, cortado muy pequeñito, como si fuera el guanciale de una carbonara). Iba sobre aviso, porque me lo recomendó mi colega Héctor Casero, que trabaja en el grupo. Y la otra cosa es el rodaballo a la brasa. El pescado merece una visita por sí mismo. Hay pocas oportunidades de comerlo tan rico en la ciudad. Y aquí lo hacen a la brasa y con un pilpil del propio pez. Una delicia. No es lo más barato de la carta, pero tampoco creo que descuadre tu economía del mes si eres disfrutón y te privas de dos almuerzos o de dos cafés de Starbucks.
El lamento. Vaya por delante que soy muy fan de Filmin, la plataforma a la que más veces al año me suscribo (soy muy intermitente, porque no me gusta pagar por algo que no voy a ver porque no tengo tiempo o porque estoy viendo otra cosa en otro lado). Y me gustaría pensar que ellos también lo son de esta carta y han decidido homenajearla por llevar ya tres años, poniéndole el mismo nombre a uno de sus nuevos podcast que, par amás inri, emitirán también ¡los viernes! Prefiero pensar eso y no que jamás han oído hablar de esta newsletter llamada 'Captura de pantalla', con su podcast veraniego de 'El contestador de Captura de pantall«. Voy a ser más feliz pensando lo primero. Pero oye Filmin, si me quieres robar el nombre del chiringuito, al menos regálame una suscripción para quitarme la tristeza. Eso, o una indemnización millonaria por el nombre. Pero como aquí también veo más factible lo primero, voy a tener fe. Filmin, ¡que soy compañera!
Hoy es el Día Europeo de los Parques Naturales, esos lugares donde hacer un cuerpo a tierra, practicar la horizontalidad y poner el cerebro en modo mute rodeado de montañas o lagos. En estos parajes se puede, además, leer e incluso disfrutar de novelas que transcurren en ellos. Es el caso de 'Los guapos', de Esther García Llovet. Situaciones insólitas y personajes raros pueblan esta narración divertida que transcurre en la Albufera, concretamente en el camping de El Saler. La escritora, que viajó a Benidorm en 'Spanish Beauty', ambienta una historia de espíritu fallero (en el mejor sentido de la palabra) entre campos de arroz, carreteras secundarias y personajes periféricos. ¿De qué va? Narra las peripecias de Adrián Sureda, un listo, un buscavidas que busca el éxito fácil. Son 124 páginas. Se leen en una mañana o tarde, de esas que te tiras sobre la hierba de un bonito parque natural.
¡Gracias Carmen!
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Gracias por leerme
Marta
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