ÁLEX SERRANO
Domingo, 8 de mayo 2022
En la terraza del Café Sant Jaume descansa casi una decena de personas. Son la familia Grau Navarro, un clan matriarcal que vive en el Carmen desde hace generaciones, y sus allegados. Marisa Navarro, una de las más mayores, dice que el local en el ... que están era la farmacia de su abuelo. Y a otra de las veteranas, Julia Expósito, hay que pararla cuando se pone a contar cómo era el barrio antes: «Yo vivía en Portal de la Valldigna y bajábamos a cenar en la calle con los de la imprenta, los de la carbonería...».
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Son varias generaciones de vecinos y vecinas de Ciutat Vella los que en esta mañana de sábado se sientan en torno a una mesa (dónde si no) para analizar el distrito. No representan a nadie, únicamente a ellos solos. Y eso hace sus voces valiosas. Lo que dicen no sentaría bien en según qué despachos del Ayuntamiento: dibujan un barrio oscuro, sucio, inseguro e incómodo. Y sin embargo, todos lo tienen claro: ninguno se iría de Ciutat Vella. Los motivos son los que siempre son los que muchas veces son los más fuertes: los emocionales.
Presentemos primero a los comensales. Teresa Gascó (60 años), Expósito (84), Consuelo Silvestre (76), Navarro (82), Begoña Grau (52), Gema Climent (53), Paco Ballester (54), Blanca (19), Ignacio (16), Belén y Nicolás (12) Rocabert. Rompe el hielo Gascó, que vive en la calle Mare Vella: «Antes no tenía ningún hotel y ahora tengo ocho alrededor». La nostalgia juega un papel importante en la charla, y está bien, porque sólo sabiendo de dónde venimos podemos saber hacia dónde vamos. «Qué categoría tenía Caballeros», desliza Expósito, que tiene 84 años pero una cabeza amuebladísima. «El barrio del Carmen era muy barrio. En mi finca había una lecheria, enfrente una carbonería, al lado una imprenta, un aapatero... a las 20.30 bajábamos a cenar en la calle bocadillos y cacao y tramusos», recuerda.
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Nada, o casi nada, queda ahora de ese barrio. «Esto se ha convertido en una carretera de bicicletas y patinetes. Ha perdido toda la categoría que tenía», cuenta Silvestre. «Grezzi se ha lucido. Está todo sucio y oscuro. Es un barrio incomodísimo», comenta. Aparece aquí por primera vez un nombre que se repetirá más veces: el del concejal de Movilidad. Una de las voces más críticas contra él es la de Paco Ballester, que es vecino y (este sí) representante vecinal: preside Ciutat Vella i Viva, una entidad nacida para defender la vida en el barrio.
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«La política de movilidad del Ayuntamiento es hacerlo todo peatonal y no se puede si además reduces el transporte público», asegura. «Eso, eso», dicen las más mayores, que tienen que hacer «muchos transbordos» para ir al centro de salud en autobús de la EMT. «Si no permites un acceso cómodo, el comercio tradicional desaparece. Los locales se convierten en locales para turistas», comenta Ballester, que critica que les hayan «cerrado el barrio» tras la pandemia: «Tardamos mucho en entrar a casa porque entramos todos por el mismo sitio». «Los casales van a morir porque no pueden venir a reuniones», recuerda Ballester, en un problema que las propias comisiones han planteado en varias ocasiones sin que, por el momento hayan recibido una solución por parte de Movilidad, que sí plantea ampliar el área de preferencia peatonal a otros barrios.
Su mujer, Gema Climent, recuerda que mucha gente «venía al barrio para ir al Mercado Central y ya no». «El 81 lo han quitado», critica. También apunta algo que dicen otros vecinos del distrito, de enclaves tan céntricos como la calle de la Paz: «Nos faltan parques para los niños. Hay que irse fuera, el río, o incluso a la calle Albacete». Tienen hasta solares identificados donde se podrían instalar este tipo de parques infantiles, porque cuando se les apunta que en la plaza Tavernes de la Valldigna hay uno, te miran como si hubieras dicho una barbaridad. Quizá lo has hecho porque las imágenes de personas en situación de sinhogarismo durmiendo en él son relativamente comunes y han saltado a los medios de comunicación.
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En este viaje generacional por las entrañas del Carmen, quedan por hablar ellos, los más jóvenes, los que quizá agradecen que el barrio tenga locales donde salir de fiesta o calles donde todavía se pueda jugar al fútbol sin miedo a encontrarte con un coche. Los hijos de Begoña son cuatro, de distintas edades, pero ninguno mayor de 19 años. Tampoco son demasiado habladores, quizá va con la edad, pero la mayor se erige en portavoz y dice que les gusta vivir en el barrio. Evidentemente, es una cuestión generacional. Expósito apunta: «Antes venía la tuna tocando y ahora tenemos ruido». Son distintas maneras, por tanto, de ver lo mismo: la zona más antigua de la ciudad, donde Valencia recibió su nombre y donde residentes, turistas y comerciantes buscan un equilibrio difícil de conseguir tras casi cuatro décadas de abandono que amenazan con acabar con el barrio.
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