Los hornos tradicionales alertan de la situación asfixiante en la que viven. JESÚS SIGNES

El reto de vender pan cada día

Asfixiados por los costes, sin jóvenes que quieran asumir el negocio, con muchas trabas de Sanidad y horarios criminales, los hornos tradicionales de la ciudad sobreviven a duras penas

Noelia Camacho

Valencia

Martes, 9 de abril 2024, 01:20

Imagine que levanta la persiana de su negocio a las tres de la madrugada. Toca comenzar a hacer el pan que a las siete de la mañana va a comenzar a venderse. Es más, quizás, antes incluso de que abra la puerta, ya haya ... algún cliente esperando para ese 'croissant' caliente, algo de café y una empanadilla para llevarse a almorzar. De paso, un par de barras para comer o cenar en casa. Ha pasado ya casi media jornada laboral y, durante ese tiempo, unos se encargan de atender, otros de hornear y otros de repartir las hogazas y los panes a bares y restaurantes. Todo, antes de las ocho de la mañana.

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Porque no es fácil tener un horno tradicional, de esos de toda la vida, de los que hacen un pan que aguanta días, fermentado con masa madre, que sigue crujiente a las horas. Pero para llegar a eso, a esa barra caliente a la que, casi por inercia, se le pega un pellizco para saborear lo rica que está –qué bien sienta un pan recién hecho– el panadero ha tenido que asumir una serie de costes, ha visto cómo los precios se disparaban y los asumía sin repercutirlos en el consumidor, o ha tenido que hablar con su gestor correspondiente para que ponga al día toda la documentación que hay que entregar a Sanidad al ser un establecimiento alimenticio. Todo ello, además, casi rezando para que ninguno de los trabajadores se ponga enfermo porque apenas hay personal formado en la manera tradicional de hacer pan o que no llegue una inspección de Sanidad, no porque no esté todo en regla, sino que en un pequeño negocio, que una persona se dedique durante horas a tratar con este funcionario le impide seguir horneando, haciendo pedidos o repartiendo el pan. Pero también se le suman las facturas que se han incrementado en los últimos años, donde la harina se disparó de precio, un kilogramo de azúcar llegó a costar 1,90 euros (cuando se compraba por 0,59 céntimos) o recibos de luz que, hace apenas un año o dos llegaban a los miles de euros. Y en todo este combo, además, se suma que el 15% de los panaderos de Valencia tienen entre 60 y 65 años, están a punto de jubilarse y no encuentran a nadie que quiera tomar las riendas del negocio, ser panadero o panadera, pastelero y regentar un horno u obrador, casi se convierte en una heroicidad.

El presidente del Gremio de Panaderos y Pasteleros de Valencia, Juan José Rausell, alertaba esta misma semana en LAS PROVINCIAS que una de cada cinco panaderías tradicionales cerrará en los próximos cinco años. Es más, el 20% de los establecimientos actuales están amenazados por la inviabilidad y, en apenas cuatro años, la capital del Turia ha perdido unos veinte hornos tradicionales. ¿Cuál es el futuro de unos negocios que sobreviven a duras penas?

«¿Quién hará monas y 'panquemaos' si cerramos?», alertan de la pérdida del patrimonio gastronómico valenciano

El propio Rausell pide una reflexión del sector. Asegura que el negocio tiene un problema «estructural y que ningún gobierno ha querido nunca invertir en la panadería artesanal. «Sobre todo, en formación en las nuevas generaciones. No encontramos gente formada en el sector y eso es un drama porque no hay sucesión. Incluso, si un empleado está de baja, no hay una bolsa de trabajo a la que recurrir», señala el responsable de la entidad. Hay más problemas en esa larga lista de inconvenientes que convierte en un reto abrir cada día una panadería. Sólo hace falta ver el incremento en los precios de los alimentos en los últimos tiempos: el aceite, la harina, el azúcar... (todos elementos básicos para una panadería y pastelería) y la competencia desleal de grandes superficies y franquicias, con precios inferiores a los del horno tradicional. Es un producto industrial, congelado, que obviamente, no compite en las mismas condiciones. «Desde hace 25 años, hay una normativa del Ayuntamiento que obliga a los establecimientos a comunicar al cliente que no producen pan, que no tienen obrador propio y que sus productos son congelados. Pero no lo comunican», afirma. Las licencias municipales, es decir, las exigencias que deben cumplir estas tiendas, son, en muchos casos, tan asfixiantes que se hace complicado obtener el sí de los técnicos. «Mi gestor tarda más en preparar toda la documentación para Sanidad que en llevarme las cuentas. Hay situaciones tan absurdas en las que es posible que el inspector llegue a preguntarte cuántos centilitros se utilizan para limpiar el suelo. Eso es imposible», manifiesta.

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Rausell también pide otra reflexión: los horarios. «¿Cómo es posible que sepamos que un supermercado abre a las nueve y no lleguemos a entender que un horno no tiene que estar abierto a las siete de la mañana?», dice el presidente del Gremio de Valencia, quien es consciente de que, aunque ahora la maquinaria y la tecnología favorece que los horarios hayan mejorado un poco, un pequeño horno puede estar, si decide abrir por las tardes, accesible durante más de diez o doce horas. «Hay turnos y la maquinaria ayuda a que ya no se madrugue tanto. Existe esa leyenda negra de que esta profesión es muy dura. Y lo es, pero quizás si reflexionáramos sobre los horarios y el cliente entendiera que, a lo mejor, el pan se puede comprar por la tarde y que se consuma al día siguiente, las cosas cambiarían», añade.

Un producto saludable

Si todo esto no fuera ya de por sí muy indicativo del estado en el que se encuentra el sector, hay otro aspecto que el cierre de los hornos tradicionales trae aparejado: la desaparición del patrimonio gastronómico valenciano. «¿Quién va a hacer monas, cocas, empanadillas, tortas y 'panquemaos' si desaparecen las panaderías? Si no hay hornos, se perderá una riqueza gastronómica que viene de los árabes, que tiene siglos de tradición», asegura.

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«Al final, nuestros clientes, los del pequeño horno, los de la panadería del barrio, para nosotros tienen nombre. Sabemos qué les gusta, lo que siempre piden y sus preferencias. Eso también se va a perder», asevera Rausell, el encargado de radiografiar un problema que hace que muchos hornos valencianos sobrevivan a duras penas. «Y eso que, en los últimos años, las panaderías tradicionales han evolucionado muchísimo. Hacemos mejor producto que nunca, el más saludable y eso es digno de resaltar», concluye el panadero justo para volver al obrador, donde huele a pan recién hecho, donde la amasadora ya prepara los 'panquemaos' que se venderán por centenares estos días.

Dos de los socios de Terra de Pa. ROSA GARCÍA

Una excepción en el sector: «Se puede ser panadero y conciliar con la familia»

Hace ocho años, en Valencia abrió Terra de Pa, en la calle Archiduque Carlos. No sería algo noticioso ya que cada día se levantan nuevos proyectos en la ciudad. No obstante, que un biólogo, una trabajadora del sector de las agencias de viajes y una administrativa, «quemados en sus respectivos trabajos», apostaran por abrir un horno tradicional, con pan tradicional, que apostara por la calidad ante la competencia que ejercen grandes superficies, era toda una hazaña que, pasado este tiempo, aún se mantiene en marcha. Hoy, dos de aquellos primeros tres socios, Vicent Bercher y Rocío Albuixech, mantienen la ilusión en Terra de Pa. Lo hacen junto con Elena Civera, que de trabajadora pasó a socia, volviendo a ser tres las almas que sostienen un negocio que, no lo niegan, también ha atravesado momentos complicados. «Nosotros hemos dejado de cobrar nuestras nóminas porque en los últimos años las cosas se han puesto difíciles», cuenta Rocío a LAS PROVINCIAS. Aún así, no pierden la esperanza. Pero además, son el ejemplo de que hay otras formas de levantar un negocio que sigue apostando por la calidad. No en vano, esta panadería no abre domingos. Y, apenas desde el mes de octubre, está accesible tres tardes a la semana: martes, miércoles y jueves. Tampoco vende antes de las nueve de la mañana. Y están abiertos de lunes a sábado –los días que no se trabaja por la tarde cierran a las dos. «Somos el ejemplo de que se puede ser panadero y conciliar con la familia y tener unos horarios que no sean tan malos», señala Rocío. Confiesa que, pese a su afición a hacer pan, lo que les permitió conocerse, tenían claro que su local no iba a obedecer a esa leyenda negra de que esta es una profesión muy sacrificada, que lo es. Pero ellos decidieron invertir en tecnología como máquinas de fermentación y cámaras de frío positivo –lo que no quita que el proceso no sea totalmente tradicional–, y apostaron, dice, «por crecer más lentamente». «No hacemos un pan rápido, todo tiene su proceso y hemos apostado por mantener la calidad. Algunos nos dicen que nuestro pan es caro. Pero no es así. Y la calidad no tiene nada que ver con el pan industrial. Lo hacemos con buenas materias primas. Al final, la gente se da cuenta de que es un producto muy bueno», asegura. Tanto es así que, pese al aumento de costes y las dificultades, la cooperativa sigue en marcha y cuenta, además, con dos trabajadores.

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