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Las luces de la ciudad iluminaban calles vacías mucho antes de la medianoche. El tráfico ya era algo escaso incluso en los accesos a la ciudad, así que cuando un semáforo en rojo obligaba a parar, esos segundos de espera sin que ningún peatón cruzara, se podían hacer eternos, era inevitable torcer la cabeza para mirar al conductor del coche de al lado, si lo había, y preguntarse a dónde irá o de dónde viene. Puede que vuelva a casa después de cerrar la caja de algún bar o que empiece ahora su turno en algún 24 horas, igual sólo va a la farmacia o quizá se acabe de levantar y tal vez su jornada empieza ahora que la del resto está a punto de terminar.
Pasadas las once y media, apenas había bares abiertos y los pocos, ya sin clientes, recogían las terrazas. En la Alameda, Ramón Sahuquillo, dueño de Llebeig, se despedía de sus empleados. «Estamos rezando para que no nos cierren, la verdad, por ahora la cosa está yendo bien, la gente se va acostumbrando a las normas», decía Sahuquillo ya con la chaqueta puesta para marchar. El buen clima permite aguantar las terrazas y la clientela las prefiere. «La gente quiere salir y lo va a seguir haciendo, ahora por las tardes es cuando vienen», aunque reconoce que algunos siguen sin traer la lección aprendida de casa. «Suelen respetar, pero aún así a veces te la intentan colar. El otro día nos llamaron para reservar una mesa para 26 personas y no sabía ni qué contestarle por teléfono, aunque la verdad es que no nos podemos quejar porque son los menos».
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A pocos metros, en el Café Alameda recogían las mesas y sillas de su tramo de terraza. Al frente del local desde hace décadas, Tico Corrons agradeció haber podido abrir una noche más pero al tiempo reconocía su miedo a que fuera la última. «Lo más duro sería que nos confinaran otra vez, si nos cierran no sé qué vamos a hacer, se ha demostrado que hacer con eso en la hostelería no mejora las cosas y ahí están los datos de Cataluña, nada ha cambiado por cerrar los restaurantes», decía el también presidente de la Asociación de Pubs de Valencia, preocupado por la situación de un sector que a diario se esfuerza por cumplir la norma sin dejar que nada falle.
A medianoche las calles ya eran un páramo. La humedad dejaba el asfalto mojado en el que se dibujaban las estelas de los últimos vehículos en pasar. Nadie por las aceras. Sólo se distinguía entre las sombras algún repartidor que pedaleaba rápido. Un taxista circulaba de vacío escuchando una tertulia en la radio a todo volumen y rompía el silencio que se había instalado en toda la ciudad.
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Los autobuses, vacíos. «A partir de las doce hay muy poca gente, trabajadores que vuelven a casa y poco más, antes del toque de queda las líneas nocturnas iban llenas», aseguró un conductor que hacía guardia en la calle Xàtiva, con uno de los vehículos que usan como retén: «En caso de que se averíe algún nocturno, estamos nosotros, para que la línea no se quede sin servicio», explicó, que a pesar de los escasos viajeros, le consuela «pensar que si no diéramos el servicio habría gente que no llegaría a casa».
Los trabajadores nocturnos conviven con la soledad o con el abandono; a veces incluso se encuentran con ellos y les miran a los ojos sin poder mediar palabra. «Por desgracia también vemos mucha gente perdida que se sube en el autobús porque no tiene a dónde ir, de hecho hace poco se ha subido un tipo con el que ya he coincidido alguna vez, iba borracho y además tiene problemas mentales y eso es duro», dice agachando la cabeza.
Cruzando el cauce, el escenario es el mismo, luces y sombras entre calles vaciadas. Dos ambulancias que parecían salir disparadas desde el Hospital Clínico cruzaban la avenida hacia el puente del Real. Puede que allí, en el hospital ya no distingan el día de la noche. Las obras en la puerta de Urgencias esconden ahora la nueva entrada, además de todo lo que allí pasa.
Dos auxiliares sentadas en un bordillo, tomaban café casi en silencio, bebiendo a sorbos como si no fuera el primero de la noche. «Esto es un no parar, menuda noche», comentó una de ellas. «Sigue llegando mucho Covid, estamos peor que en marzo, todas las noches hay mucho trabajo, no paramos», añadía su compañera. En sus ojos se veía la mella del agotamiento y la decepción. «Seguimos aquí, no nos han hecho ninguna prueba desde abril y fueron esos test que eran defectuosos porque todos salimos negativos, qué casualidad, porque sino quién iba a venir a hacer nuestro trabajo», decía una mientras la otra asentía.
En la misma puerta más sanitarios se tomaban un respiro. «A la gente parece que todavía no le ha entrado en la cabeza lo que está pasando», decía uno de los tres girando la mirada hacia la puerta donde un conductor de ambulancia bajaba una camilla. Para ellos, la noche tampoco estaba siendo fácil. «Ya he traído a dos personas del Colegio Mayor Galileo Galilei, es tremendo, y durante el día mi compañero ya trajo a siete, se ve que la fiesta les sigue pasando factura», comenta. Retira la ambulancia de la puerta y se dispone a descansar durante unos minutos. «El tema de las fiestas en las casas no se puede controlar, así que seguirá pasando», advierte. Si hay algo que les enseña la noche es a ubicar una gasolinera abierta. «Un café, tabaco y repostar», es lo que más sirven durante la madrugada en la de Primado Reig, porque tratan de dar servicio a los trabajadores nocturnos: «Vienen los de la limpieza, taxistas, policías, ambulancias, los que están de servicio vaya, después algún madrugador», decía desde el otro lado de la mampara de cristal.
El silencio seguía siendo la banda sonora de la noche y la soledad su pareja de baile. Muchos de los que trabajan cuando el toque de queda vacía las calles lo hacen con música o con la radio de fondo. Sólo las sirenas de las ambulancias quebraban de vez en cuando esa calma impuesta del confinamiento nocturno. Las unidades de Policía Local y la Nacional patrullaban la ciudad. Se dejaban ver. En la bajada del puente de Giorgeta con la Avenida Ausiás March un puesto de control requería de seis coches de la Policía Nacional que detenían a todo aquel que pasaba. «La mayoría son trabajadores que van a Mercavalencia», comentó uno de los agentes del dispositivo.
Las farmacias de guardia son otro imprescindible. «Antes del toque de queda había movimiento pero ahora se asustan, sólo hay ventas para alguna urgencia», explica con resignación. A pocos metros, uno de los camiones de baldeo se detenía para reponer el agua del depósito. «Los de la recogida de residuos trabajamos como las funerarias: 365 días», dijo riendo la empleada de la limpieza que cumplía más de doce años en el turno nocturno. «Cuando no había toque de queda la gente estaba descontrolada y eso se nota también en la suciedad», comentó queriendo poner en valor su trabajo, que como el de tantos otros, se hace a oscuras y cuando nadie está ahi para verlo, ni para reconocerles su esfuerzo por mantener con vida una ciudad tras el toque de queda.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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