El trazado urbano de Valencia regala una ciudad que se parte en dos, una y la del otro lado del río. De ese río que un día tuvo que cambiar de lecho para con el tiempo, y por fortuna, convertirse en Jardín del Turia. Y ... es curioso que sea cual sea el punto de referencia o el lugar donde se encuentre el interlocutor, cuando se habla del «otro lado del río», éste siempre es el mismo. Todo conduce a la margen izquierda, un camino recorrido de esquinas que hoy llevan a LAS PROVINCIAS hasta el punto en el que confluyen el Paseo de la Alameda y las calles Monforte y General Elio sirviéndose del puente del Real como testigo y nexo de una Valencia que fue y es la que es por culpa de un río.
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Es un delicioso entramado que viene a confirmar que toda encrucijada de calles es lugar de encuentro con los otros y con el tiempo. Y que en cada uno de esos ensamblajes hay una ciudad. La contemplación de este espacio desde la desembocadura del puente regala una extensión de calle presidida por una fuente que deja al viandante perplejo ante tanto donde dirigir la mirada. Obliga a establecer un orden, de lo contrario cualquiera puede descubrirse con la mirada perdida en un paraje cuya monumentalidad queda fuera del recorrido turístico. Y es que no siempre lo uno liga con lo otro.
Puestos a fijar una prelación para que los ojos ni se extravíen ni se distraigan, en este paraje donde es fácil percibir que allí se vive bien, al frente se levanta un sólido edificio: La Pagoda o Torre de Ripalda. La obra -se antoja una especie de vigilante gigante- concebida en 1967 por los arquitectos Antonio Escario, José Antonio Vidal y José Vives, se levantó, como recuerda la Fundación Goerlich, entre 1969 y 1973. La sólida construcción de ladrillo visto y con nombre oriental pronto traslada a tiempos deseosos de cambio en un lugar acomodado, con el estilo y la personalidad de barrio de prestigio que confirman colegios vecinos como el Sagrado Corazón, Esclavas, construcción que desafiante, sin pestañear, atisba el puente del Real.
Sorprende a lo ancho y a lo alto. Es retrato fiel de la sociedad que lo alumbró, la de una gente que podía y no se resistía a vivir bien. Y, además, el misterio le acompaña. En el lugar de la Pagoda estuvo el palacio de Ripalda, del cual como relató Tamara Villena en estas páginas, se ha contado que se desmontó y trasladó a Estados Unidos. Pero... «Ni se desmontó, ni se llevó a Estados Unidos. Se construyó a finales de 1800 con materiales que nada tienen que ver con los de ahora», revelaba uno de los descendientes de los propietarios de aquel palacio. «No tenía materiales buenos y estaba muy deteriorado». Descartaba también el valor arquitectónico de aquella histórica construcción.
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Cuando por fin se consigue dejar de mirar a la Pagoda, nuevos y elocuentes atractivos de tan noble juego de esquinas se presentan al espectador convertidos en ese espacio verde que es Viveros, donde tantas generaciones de valencianos se estrenaron en el contacto urbano con las plantas y también con los animales de aquel zoológico impulsado por Ignacio Docavo y muchos años gobernado por el mono Tarzán que no pocos niños de la época sin duda recordarán. Escenario de celebraciones en torno a un restaurante que fue, de paseos familiares, de encuentros con amigos, de conciertos con artistas de renombre y también de libros, de feria de títulos literarios...
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Laura Garcés
Plató de varias generaciones de la sociedad valenciana que en el mismo cruce de calles gusta de reunirse a la hora del aperitivo o cuando apetece practicar eso que ahora se llama 'tardeo' en el emblemático kiosco donde a veces llega una a pensar que se inventó la palabra que le da nombre: 'La Pérgola'.
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Mañanas de horas robadas a las clases de las cercanas facultades con los primeros y suaves soles de la primavera, tardes de tertulia, almuerzos de diario, aperitivos de sábado y domingo. Un mundo impregnado del placer inigualable que regalan las terrazas y que una vez conquistado por nada del mundo nadie querría ver desaparecer, ni siquiera comprobar que algo en ellas ha cambiado. Sin grandes lujos arquitectónicos sirve el histórico establecimiento los bocadillos bombón proporcionando sabor a un territorio en cuyo entorno el relato de la historia quiso que un día estuviera el Palacio Real, el que subyace bajo el suelo que hay que pisar en este entramado de esquinas que a mediados de los años ochenta del siglo XX mostró sus tripas exhibiendo los restos de la sede palaciega que en 1986, de nuevo quedaron sepultados.
Mucho que ver, más bien mucho que mirar -saben que no es lo mismo- en este juego de esquinas rebosante de vida, impulsado por el aire de la historia ante el que quien se tome la libertad de desprenderse de la prisa para observar no quedará decepcionado. Con seguridad descubrirá una de las tantas ciudades que guarda la gran ciudad crecida al otro lado del río.
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