Dice el escritor Rafa Lahuerta mientras pasea por el corazón de Valencia que no conoce en el mundo occidental una ciudad con tantos solares vacíos y abandonados. Nápoles, tal vez. Ocurre además en el caso valenciano que, a diferencia de cuanto sucede en ... otras ciudades europeas de índole semejante, la belleza de la ruina, siempre tan poética, elude adornar estas campas donde sólo anida lo peor de nuestra civilización, destino habitual del sector menesteroso de la sociedad. Pasear por el lado oculto de Valencia, sus zonas más oscuras, tiene algo de numantino. Un sordo grito que se alza contra la barbarie que condena a tantos rincones a un presente sombrío y un mañana sin apenas esperanza. Y que sirve para recordar su existencia: de tanto cruzar cada día ante todos estos ejemplos de desdén hacia el patrimonio común de los valencianos, corren el riesgo de convertirse en invisibles para nosotros.
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Pero hay quienes se resisten a esta inquietante deriva del signo de los tiempos. Toni Cassola, miembro de la asociación Amics del Carme, ejerció este sábado tanto de habitante de esa aldea gala en que se transforma el centro de Valencia como en cicerone de ocasión para los convocados a la tercera ruta organizada por su asociación para denunciar tantos años de desidia, tanto incivismo. César Guardeño y Víctor Cantero, los magos de CaminArt, sumaron sus conocimientos a la expedición y también se agregó un común aliento optimista, luminoso. Hay salvación mientras haya gentes como ellos: decenas de valencianos que no se resignan.
Teatro Princesa
Entre los asistentes a la ruta figuran unos cuantos miembros del ala senior de Valencia que recuerdan bien cuando venían de jovencitos por aquí, por este rincón en la esquina de las calles Murillo y Moro Zeid donde antes se levantaba el Teatro Princesa, reconvertido hoy, luego de años de dejación, en aliviadero de ocasión (un aroma a orines invade la parcela), aparcamiento provisional con pinta de eternizarse e improbable destino de la prometida dotación municipal que nunca llega: un equipamiento sociocultural que transformaría el barrio o al menos este dédalo de calles tan céntricas como abandonadas. Cassola recuerda los dolorosos avatares sufridos por el viejo teatro, víctima de un incendio y de una okupación que dejó alguna joven vida segada, que le sirve como una especie de faro para la idea que traslada a su auditorio portátil: el centro de Valencia como protagonista de «una historia siempre inacabada». «Tenemos que resaltar que esto es una anomalía», reivindica. Y cuando menciona la palabra esto señala hacia el ombligo del umbrío solar: de albergar como teatro un patio de butacas donde se apiñaban cerca de dos mil espectadores, a metáfora de Velluters. Solo un par de vigas sostienen el recuerdo de aquellos años venturosos. ¿Resumen? «Se ha desconfigurado la memoria del barrio».
Calle Valeriola
Avanza el paseo cuando Mira observa juicioso una circunstancia que permite entender la malla urbana que sostiene nuestros pasos: estamos en un barrio entre dos murallas, la árabe y la cristiana. Mientras recorremos su espinazo, nuestros guías proponen un ejercicio mental casi circense: «Tenemos que ver lo que no hay». Un prodigio que exige entender la siguiente parada, en la calle Valeriola a la altura de la Fundación Xirivella Soriano, como una suerte de muñón invisible donde (milagro, milagro) palpita el corazón del barrio: muy cerca del palacio Eixarchs, este solar también abandonado clama contra la exagerada dosis de incivismo que soportan los muros decorados con gracia por el grafitero de guardia y que acoge resignada la flora que ha ido creciendo en su interior. Antes de convertirse en parcela fantasma, albergó un estilizado edificio según la tipología propia del barrio de sederos: una planta baja donde funcionaba el obrador sobre la que se fue construyendo un piso tras otro, a medida que lo exigían las condiciones de confort doméstico propias de otros siglos. Vemos en una tableta lo que fue este solar (cuyo destino pasa por transformarse en un bloque de pisos turísticos) y nos abandonamos a la melancolía: lo que pudo haber sido, lo que podría ser Velluters, es una utopía que asoma a cada nuevo paso que iremos dando por el barrio.
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Palacio Eixarchs
Dice Cassola que la historia del centro histórico de Valencia es la historia de un éxodo, cuyo punto de fusión se sitúa en el año de la riada (1957) pero que en el caso de Velluters se data un siglo antes y ayuda a explicar la decadencia del barrio. Sus palabras rebotan contra el aparatoso inmueble donde hacemos la tercera parada: el palacio Eixarchs, en la calle homónima, con Boatella a nuestra espalda. Vamos caminando por la oscura callejuela mientras relata las mil peripecias urbanísticas del entorno. Justo enfrente del palacio, el enésimo solar vacío, de aparatosa dimensión, se erige como otra improbable metáfora de esa mezcla de desidia cívica y desdén municipal que agita el espíritu ciudadano del vecindario. La propiedad privada quiere levantar en este parcela un macrobloque de viviendas turísticas, dentro de un proyecto que agrupa también el otro solar vacío cercano en Valeriola y al hotel en que algún día se convertirá el palacio, conectado todo el conjunto por el subsuelo según unas intenciones que despiertan alguna inquietud. «El uso turístico parece un monocultivo», se lamenta un vecino. Cuando Guardeño y Cantero exhiben las fotos del interior del palacio, de una majestuosidad que recuerda al de Cervelló y al del Marqués de Dos Aguas, la tristeza invade el ambiente. «Valencia nunca ha sabido qué hacer con su centro histórico», concluye Cassola.
Calles Carniceros y Balmes
Una morera, símbolo del pasado sedero del barrio, espera frente a la iglesia de San Joaquín. Hemos recorrido la calle Carniceros hasta cruzar ante la plaza Escuelas Pías, junto al colegio homónimo, y seguir nuestro itinerario hacia la cercana calle Balmes: una caminata en forma de ele que tiene sentido porque nos permite examinar una bolsa de solares, fruto de la agregación de unas cuantas parcelas, que desde la última calle permite observar la fachada lateral de Escolapios y entonar entonces un canto común a la esperanza, porque en uno de ellos se anuncia una promoción privada de casas que algún optimismo concita entre los expedicionarios. Los viejos pisos que ocupaban el solar fueron cayendo empujándose entre ellos como fichas de dominó, cerca de la jurisdicción del antiguo cine Doré (luego cine Colón, más tarde sala X): se despierta otra oleada de nostalgia.
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Plaza Botxa
Lechugas, berenjenas, canónigos... De repente, un oasis: el formado en una esquina de la plaza de la Botxa por un huerto comunitario donde los habitantes del barrio vierten sus sueños de un futuro mejor. Es mediodía y rebosa animación, en abierto contraste con el mustio aspecto del solar que se abre hacia la antigua sede del colegio de sordomudos (donde se levantó en los años 50 el actual edificio en ladrillo rojo que sirvió de casa a trabajadores de la Diputación) y del mejorable estado del palacio que albergó al Gremi de Fusters, hoy en manos de una iniciativa privada que se resiste a darle uso con continuidad como se duelen los vecinos. También en este rincón la inoperancia administrativa mantiene varado el proyecto para que la parcela se destinara a sede de la Escuela de Idiomas. Como reza un cartel, hoy es un lienzo en blanco, igual que esos otros 400 solares vacíos del corazón de Valencia cuya auténtica dimensión ha medido Toni Cassola con precisión de cirujano: equivalen a cuarenta campos de fútbol. Cuarenta promesas pendientes. Cuarenta vacíos en nuestra memoria del tamaño de Mestalla que degradan las condiciones de vida de todo el vecindario y abonan la queja común que cierra la caminata: empezamos lamentando lo que pudo haber sido pero hemos acabado pensando, no sin dolor, en lo que todavía podría ser.
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