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Tres personas sentadas junto a las viviendas okupadas de la Cruz Cubierta. iván arlandis

Viaje al epicentro okupa de Valencia

Hogueras, suciedad e inseguridad inundan la zona de la Cruz Cubierta. Los vecinos están casi en peligro de extinción desde hace cuatro años. «Sus peleas hacen retumbar mis cristales»

BELÉN HERNÁNDEZ

Jueves, 8 de septiembre 2022, 01:39

Kilos de basura se desperdigan por el suelo. El que ahora es un vertedero toma el nombre del barrio que fue la Cruz Cubierta. Una ... zona en la que hace años los vecinos abrían sus puertas de par en par sin temor a que nadie entrara a robar. «Éramos una gran familia», recuerda con nostalgia una de las pocas residentes que todavía se aferra al que fue su hogar. No por placer, si no porque no dispone de los recursos para abandonarlo. «Hasta pedí un alquiler social para irme de aquí pero no me lo concedieron», dice la mujer. Prefiere no identificarse por temor a que los okupas que viven a dos pasos de la casa que pertenecía a su madre tomen represalias contra ella. Habla alejada de su calle, donde un grupo de residentes ilegales se sienta en la puerta a controlar quién entra y quién sale. Una mujer sigue de cerca la conversación y le dice que cuando termine «tiene que decirle unas cosas». La vecina se encoge, incómoda. Pero no se atreve a no acudir.

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«He acabado varias noches en Urgencias porque me daban ataques de ansiedad por los chillidos diarios y las fiestas que montan». Ella está en paro, pero su pareja trabaja en un hospital y apenas puede dormir un par de horas por el escándalo. Hasta que pidió a los residentes ilegales que bajaran la voz. En ese momento empezaron a intimidarles. Uno de ellos hizo el amago de lanzarles una pesa a la ventana. El asunto acabó en los juzgados con una condena por amenazas contra el okupa, que tuvo que pagar una multa. Aunque no se volvió a producir el incidente, en su memoria todavía está el miedo.

«Cuando salgo de casa siempre llevo un gas de pimienta por si acaso». Desde la casa en la que se crio observa cómo los okupas se pelean entre ellos. Relata que incluso han sacado espadas. «Esto parece el Bronx», resopla. Es una de las únicas vecinas que todavía reside en la calle Manuel Arnau y Vicenta Salcedo.

Un lugar infranqueable

Ni siquiera los repartidores de comida a domicilio se atreven a franquear la zona y abandonar la seguridad que les proporciona la avenida principal. «Cuando pido algo me hacen ir a recogerlo. Me comentaron que los okupas les abren las mochilas cuando vienen a hacer una entrega». Estancada en una intranquilidad persistente. Así se sienten ella y los únicos residentes que quedan. La situación permanece todo el año indiscriminadamente.

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«En invierno hacen hogueras y queman paredes». El Ayuntamiento les avisó de su voluntad de derribar los edificios para reconstruir la zona, aunque la 'solución' tampoco es la panacea. «Hemos contratado a un arquitecto para que saque el verdadero valor del edificio y que no nos den únicamente su valor catastral». Cedió su bajo a una familia de nacionalidad rumana que se quedaron en la calle y, a cambio, le ayudan a reformar su casa por dentro. «Tienen mucha educación. Eso es lo raro por aquí. El resto no tienen ni un mínimo de respeto por nadie». Su cama da tumbos con el sonido de los altavoces que, día sí y día también, roban el descanso de los vecinos.

Alboroto sin tregua

La de la mujer es una opinión consensuada entre los residentes. «Sus peleas y su música hace que retumben mis cristales», lamenta una chica joven que vive de alquiler desde hace cinco años. El pasado mes de agosto, los bomberos la desalojaron en mitad de la noche para salvarla de las llamas. «Se construyeron una chabola. Lo denunciamos a la policía pero dijeron que no pasaba nada mientras 'no molestara a nadie'. Luego la quemaron de la nada», comenta.

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«Cuando salgo de casa siempre llevo un gas pimienta por si acaso. Denuncié a uno de ellos porque me amenazaba»

Nadie ha limpiado los restos de carbón que todavía yacen en la acera. Los residentes ilegales hacen más vida fuero que dentro de las viviendas. Sacan sillas y mesas y se disponen a observar a cada persona que pasa. «Yo intento no acercarme por allí. Da miedo tanto de día como de noche», desvela la joven. También ansía poderse permitirse alquilar un piso lejos de la suciedad y los despojos.

Mientras ella vigila que no descubran la conversación y desconfía de que le puedan increpar, Luis pasea su bulldog por la zona conflictiva con total tranquilidad. Chuta una lata de refresco de la carretera. No está dispuesto a que la presencia de los residentes ilegales cohíba su día a día. «Empezaron a venir con el inicio de la pandemia. Cada vez hay más. Está todo lleno de suciedad». El hombre de 65 años recuerda que incluso la empresa de hidroeléctrica decidió dejar atrás la Cruz Cubierta. «Se engancharon a la toma de luz y nosotros nos quedábamos sin corriente».

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Vive en el antiguo terreno de su abuelo. Entonces, su edificio era todavía una barraca. La ropa que tenía tendida se quemó en aquel incendio. Las ventanas de su cocina dan directamente a los escombros. Las tiene forradas de plásticos para que no puedan ver el interior de su vivienda. «Antes se ponían bajo de mi casa y observaban lo que estaba haciendo». La gente mayor que habitaba en la zona abandonó sus viviendas y se mudó a otros lugares. Ahora, sólo queda la sombra de lo que fue el barrio.

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