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Una mujer quita el barro en una vivienda en la que la lámpara recoge la huella del agua. ADOLFO BENETÓ

El desolador paisaje de una riada nunca vista en Utiel

Voluntarios llegados de localidades cercanas, de Madrid y de Toledo limpian el barro mientras los vecinos lloran que han «perdido todo»

Laura Garcés

Valencia

Domingo, 3 de noviembre 2024, 01:03

Es el paisaje de la tragedia. También de la solidaridad. Bastan estas palabras para describir la realidad de Utiel. Aunque luce el sol, se adivina que la luz en este pueblo, como en muchos más pueblos valencianos, ha perdido el brillo. El brillo ahora está en los ojos emocionados de quienes, escoba y pala en mano, al contemplar su casa se encuentran con el azote de la realidad: lo han perdido todo. Algunos hasta a algún ser querido, que es lo más que se puede perder. El silencio sereno de las calles también está alterado. Lo han tomado el ir y venir de tractores y las máquinas que los vecinos han podido sacar a la calle y el arrastre de las palas. Es la tragedia del barro, el escenario sobre el que ahora vive Utiel y cuantos se han acercado a arrimar el hombro para al menos limpiar porque nunca será posible borrar de la memoria la riada que cuentan que tampoco nunca se había visto en el pueblo.

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«Mi madre, de 82 años, por suerte, salió y se pudo refugiar en una guardería que hay un poco más arriba, pero lo ha perdido todo». Es María Dolores Hernández quien habla. Cuando los damnificados pronuncian esa frase maldita que apunta que lo han perdido todo, un escalofrío recorre el cuerpo.

Sí, muchos se han quedado sin nada, sin la casa que guarda las emociones de su vida, tal vez de la infancia; han perdido las fotografías que reflejan los recuerdos familiares en esas viviendas donde la maldita línea del agua se encuentra a dos metros del suelo y en otras hasta casi a tres. La lámpara que cuelga del techo en uno de los domicilios de la zona más azotada da fe, también la línea que ha trazado el barro por encima de la primera planta en otra vivienda.

La casa de la madre de María Dolores está en lo que se conoce como urbanización La Fuente, construcciones de «hace 56 años». Esta mujer cuenta que nunca había pasado nada igual. Está muy cerca de la zona que se conoce como la Alameda, en la orilla del río Magro, el que está semana se la ha jugado a Utiel. «Cuando no había pasado nada era una zona de paseo, lo que llaman la ruta del colesterol», apunta un joven que con la pala sobre el hombre explica dónde nos encontramos.

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Pero esta semana han pasado muchas cosas que han cambiado la faz de Utiel, y especialmente la de ese grupo de viviendas cercanas. Hoy todas las calles de esa zona son la vía por la que transitan tractores, máquinas pesadas, jóvenes y mayores pertrechados con palas y cepillos. Los agricultores han sacado todas sus máquinas, las han puesto a disposición de quien las pueda necesitar. Todos los del pueblo son uno. Eso es mucho, pero ahora no basta. Han llegado vecinos de Requena, Camporrobles, Los Pedrones, San Antonio, Valencia, Ayora... Algunos se han desplazado desde Madrid o Toledo. El hotel El Tollo, en la entrada de la localidad «está lleno», confirman en recepción. Se hospedan efectivos de Protección Civil, camioneros, bomberos... También voluntarios que llegan de lejos, «incluso andaluces».

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Eva ha venido desde Madrid. «Me parecía increíble lo que estaba viendo en televisión y me parecía que no debía quedarme el fin de semana en el sofá». Se ha puesto a ayudar a las mujeres que atienden un punto de reparto de agua y bocadillos para quienes se han quedado sin casa y, por supuesto, a todos los que lleguen para ayudar. También Bernardo Bello se ha desplazado desde la capital y al llegar «nos hemos encontrado con una pesadilla» que con su aportación quieren contribuir a que desaparezca. Y de Toledo han venido Dámaso, Lara y Luis, tres estudiantes que se han incorporado al batallón de la solidaridad. Por la mañana estaban en Utiel «para ayudar en lo que se pueda».

Todos transitan por las calles del paisaje de la desolación. Por calles en las que sobre una reja cuelga de una percha el abrigo azul celeste de un niño. Está embarrado, pero parece que lo quieren salvar, tal vez abriga muchos recuerdos. Y sobre una mesa que ya han sacado a la acera una imagen de San José junto a la de un gallo dan la impresión de que les ha tocado la suerte de esperar a que los limpien, mientras, la cortina de tiras de plástico de la puerta ya está amontonada junto a lo que hay que tirar. Y en dos capazos de plástico se amontonan objetos que el barro impide identificar. El ruido no cesa, los tractores, las máquinas pesadas siguen retirando enseres y los cepillos arrastrando el agua que llegó para llevárselo todo. Para dejarles sin nada.

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