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El blues del ofibus
Crónicas mínimas

El blues del ofibus

La despoblación dejó a muchos pueblos sin oficinas bancarias. Setenta de ellos en la Comunidad son atendidos por una oficina móvil que en la provincia de Valencia recorre una media mensual de 4.000 kilómetros

Txema Rodríguez

Valencia

Viernes, 4 de octubre 2019

Una anciana camina por el puente, una muleta en la izquierda y una bolsa de plástico blanco en la derecha. A la altura de la farola se para y extrae trozos de pan duro que comienza a lanzar al río, sobre un pequeño grupo de patos pardos y tranquilos. Un poco más abajo se congregan los blancos, más numerosos. Inician su marcha río arriba al ver caer los mendrugos y enseguida llegan al lugar, a la vez que otro vecino, también de avanzada edad, también con bolsa de plástico y también con pan, pero sin trocear. De tal modo que la media barra, transformada en piedra, impacta contra la cabeza de una de las aves y se escucha un cuac estratosférico, graznido es una palabra que no hace justicia el grito del bicho y al «clonc» del pan, causante de una reprimenda de la mujer al hombre porque resulta obvia lo inadecuado del tamaño y, coscorrón aparte, las dificultades de las aves para hincarle el pico. Aunque sea una riesgo mínimo, siendo Sumacàrcer un paraíso para patos, a los que llueve el maná cada día con los sobrantes de la población. Es pronto, es miércoles, y en la plaza ya hay algunas mujeres esperando un autobús.

Ocurre cada dos semanas. Una mole rodante que pesa trece toneladas aparca en la plaza, frente al ayuntamiento. Pasa en varios pueblos, treinta y cinco para ser exactos, en los que el banco, Bankia en este caso, acude como las antiguas diligencias a llevar y traer dinero para evitar los que se conoce como «riesgo de exclusión financiera» que, coloquialmente, sería hacer un montón de kilómetros por carreteras sinuosas para encontrar un cajero, o un banco o cualquier cosa. Porque la despoblación es un círculo vicioso del que nadie sabe cómo salir. Un día no hay colegio, otro falta el médico, al siguiente el banco y, al final, se hace la vida con gente que siempre está de paso. En Sumacàrcer no tanto porque el acceso no resulta difícil, de hecho, por la carretera, una hilera intermitente pero fluida de ciclistas con graciosas barrigas pedalea a buen ritmo hacia el bar Ricardo, afamado enclave de la ruta del Sepionet, al que entran con la bici (la dejan en la parte trasera) para sentarse en animados grupos y recuperar fuerzas. Allí se toma un café Marcos Vilaplana, director de la zona de Xàtiva en Bankia, que aprovecha para hablar con Ricardo, el del bar, de las cosas de los negocios bancarios y, como buen comercial, arrimar el ascua a su sardina.

El asunto del momento es la historia de una cabra montesa que deambulaba por el pueblo. Tanto que se hizo famosa y salió en algún telediario. Bebía en la fuente y toto, pero no sabían cómo atraparla. El caso es que ven la cámara de fotos y preguntan si he venido por el bicho. Les explico que espero el autobús del banco; «ah», dicen. Desconocía la historia del mamífero pero me la cuentan para mostrar su malestar por los minutos de primetime dedicados al cornudo y no a glosar las bondades de Sumacàrcer, el clásico malestar de los lugares pequeños, siempre populares por noticias luctuosas o rocambolescas. Mientras charlamos en la plaza llega el vehículo y el alcalde, David Pons, que atrapó a la cabra, dicho sea de paso, con una cuerda que llevaba en el coche, abre una puerta del ayuntamiento para que puedan conectar la oficina móvil a la luz. No ponen las mismas facilidades en todos los pueblos, en alguno no les dan un enchufe y tienen que poner en marcha el generador. Y hay uno en el que no permiten que entre. El conductor despliega la escalera y la plataforma elevadora por la que pueden subir los clientes impedidos mientras Juan Carlos González pone en marcha el ordenador de esta sucursal bancaria rodante a la que no falta ninguno de los detalles propios de una oficina, hasta un cajero automático. De las que ven sobre ruedas hay dos en la Comunidad Valenciana, que recorren una media de 9.000 kilómetros al mes. Es un trabajo que, como todos, tiene sus luces y sus sombras porque, explica Juan Carlos, tanta carretera «se hace pesada» contando que la velocidad es lenta y los recorridos plagados de cuestas y curvas. Aunque la tranquilidad de los pueblos y el contacto personal supongan un aliciente, «te traen unas naranjas, o unas berenjenas», dice, «la gente suele ser muy amable aunque muchos se van haciendo viejos y a veces ya no pueden ni venir, aunque hay una mujer en Miramar, con 98 años, y otra en Riola, con 92, que no fallan». Le ha llegado a ocurrir, ahora resulta más raro, que un anciano le pida sacar el dinero de la pensión para contarlo, comprobar que la transferencia es correcta, y volverlo a ingresar. Cosas de eso que llaman la «España vaciada».

Un grupo de mujeres espera en animada charla a que se monte la oficina. Dos se llaman Consuelo, una Raquel y otra Amalia. Vienen cada dos semanas a actualizar las libretas y a sacar algo de dinero en efectivo. Podrían hacer cualquier tipo de operación bancaria, explica Vilaplana. El «ofibus» lleva incluso un sistema de conexión vía satélite para los lugares en los que no existe cobertura, también está dotado de un sofisticado sistema de sensores y alarmas para evitar robos. Incluso su ruta es variable y secreta para evitar tentaciones. Uno a uno van subiendo los clientes, seis o siete en total, con sus libretas en la mano. Una de las dos Consuelos dice que, en realidad, no le hace falta utilizar los servicios de la oficina móvil pero que lo hace «para que no la quiten». Saluda a un hombre que pasa en un todoterreno y a tres que vuelven en bici. Ha pasado más a o menos una hora y el conductor comienza a recoger la escalera, la rampa, a cerrar las puertas. Juan Carlos se sienta a su lado y la pesada máquina arranca con un suave chasquido, parte hacia otro pueblo y pasa sobre los patos, que ya han logrado ablandar la barra de pan.

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