![El PAI Doña Blanca de Torreblanca](https://s2.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/201907/08/media/cortadas/FOTO_GRANDE-kntB-U80711777906xpE-1680x720@Las%20Provincias.jpg)
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Hasta donde alcanzara la vista lo que ahora se ve iba a ser un lugar idílico por el que pasearían alegres guiris rosados en bicicletas eléctricas, se escucharían los alegres gritos de niños felices chapoteando en el agua de miles de piscinas, los trinos de pájaros, el susurro de los aspersores mojando el verde manto de chalés bien pintados y calles de campos de golf tapizadas de esmeralda, con sus carritos y su gente adinerada. Hasta donde se pudiera mirar la vida iba a ser increíble para los lugareños, que cambiaban huertos por diamantes, ya no habrían de doblar el lomo bajo el sol, solo observar las estaciones desde la ventanilla bajada de un Mercedes.
Eso iba a ser Doña Blanca Golf y dicen que se iban a construir unas cuatro mil viviendas. Lo mismo se alzan algún día, quién sabe, sobre este paisaje de naranjos agonizantes, matorrales y farolas que nunca dieron luz. El apocalipsis de la ambición oxidó los columpios y dejó los platos sin fregar; casas y huertos, calles y caminos, playas y vegetación quedaron a la espera de un futuro dibujado en un plano. Pero eso fue hace mucho y como nada llegó siguieron su destino. Aquellas palmeras, adorno lujoso de jardín cuidado, se abren paso ahora en una pelea vegetal de altura con otras especies menos cotizadas, luchan contra troncos muertos que el agua vírgen y turquesa de esta costa empuja sobre las piedras. Los hace sonar como cadáveres. Aquellos hogares cayeron en el abandono, el vandalismo y la ruina. Todo se vendió para convertirse en otra cosa. Todo se dejó.
Pero nada es nuevo en esta historia. Muy cerca de allí, en el límite con Alcalà de Xivert, en los setenta, un francés construyó un restaurante sobre las incipientes ruinas del almacén de Cap i Corb en el que los barcos del siglo XVIII depositaban sus mercancías tras atar sendos cabos a norays de piedra que aún se conservan y pagar los tributos correspondientes en una aduana que ya no está. El lugar ofrece comidas, una discoteca y hasta una peluquería. Y se salvó como se salvaban las cosas en aquella época cuando, dicen, nadie daba valor al patrimonio. De modo que ahora podemos bailar bajo una bóveda de piedra labrada, según reza el dintel de la entrada, en 1794. Y asomarnos a un mar gobernado por una bandera pirata. Junto a un puñado de casas en primera línea habitadas por foráneos que vieron, como el francés, un paraíso donde los lugareños solo veían piedras. El urbanismo siempre respira con un ritmo extraño, a menudo se le para el corazón cuando se enamora y del mismo modo resucita. No se sabe cómo.
Sobre estos esqueletos sigue la vida. Daniel y Pablo, dos chavales de San Sebastián de los Reyes, pelan la pava refugiados en la sombra de una antigua nave que fue, dicen, «fábrica de pescado» y luego «fábrica de pollos» antes de ser nada. Hace mucho calor y bajo este inseguro tejado se está bien. Hablan de sus cosas junto a su par de bicis molonas dejadas caer en el suelo. Antes venían otros con sus tablas de skate y sus botes de pintura. Ahora ni eso. El letrero más reciente, sobre uno de tantos muros, se opone el Pativel (Plan de Acción Territorial de la Infraestructura Verde del Litoral de la Comunitat Valenciana), que fija una cuenta atrás para la puesta en marcha de los grandes planes urbanísticos aprobados, de modo que si no arrancan se ha de devolver el suelo a la categoría de rústico. Así que muchos propietarios se han unido de nuevo a bancos, empresas y promotores, y el cuerpo agonizante de esta tierra seca puede que recupere algo de su salud quebrada. Es esa curiosa paradoja de las leyes que intentan salvar los paisajes. A veces los entierran para siempre.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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