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Me gusta encontrarme con Carlos Egea, un histórico del periodismo deportivo en Valencia, escuchar su voz rota y dejar que dé rienda libre a su memoria elefantina. Esta vez me aproveché de ella para rememorar una gesta que, de producirse hoy en día, donde lo anecdótico aplasta lo informativo, en plena burbuja de la carrera a pie, hubiera sido un pelotazo. Carlos debutó en el maratón al lado de sus cuatro hermanos. Bueno, de sus cuatro hermanos varones, que también hay dos mujeres en la familia. Es lo que el difunto Toni Lastra, mi maestro en esto del correr, su amigo, el amigo de todos ellos, bautizó como 'El récord Guinness de los Egea'. Porque no debe haber muchos más casos en el mundo de cinco hermanos que corran una misma carrera de 42,195 kilómetros. Y en el año que se produjo, en 1990, mucho menos.
Charly, como le conoce todo el mundo, es un romántico, como yo, de los que prefiere aquella época, más austera, menos exhibicionista y, creo yo, más genuina, a la de ahora. Aunque benditos sean los runners que pueblan carreras, parques y caminos, y vacían los hospitales (aunque llenan las clínicas de fisioterapia). Y se le iluminan los ojos recordando aquella proeza de juntarse los cinco -José, Toni, Javi, Freddy y él- para correr el décimo Maratón Popular de Valencia.
En aquella época, él, además de periodista, era un virtuoso del fútbol sala. Y preparar un maratón, algo que ya habían hecho los otros cuatro hermanos, suponía dejar su pasión. Pero todo sea por el apellido Egea y por convertir esa carrera en una especie de homenaje a sus padres. Al principio entró de puntillas, trotando con sus bastas zapatillas de fútbol sala, con la ignorancia y la fuerza de la juventud, pero aquello le gustó y decidió entregarse a correr y aparcar el balón hasta el 4 de febrero de 1990.
«Me convencieron con la milonga del récord Guinness», se reía el miércoles, abrazándose al hermoso recuerdo después de reconocerme que no estaba siendo su mejor año. Y, de hecho, enviaron la carta para reclamar el reconocimiento, pero la organización les informó de que no aceptaban récords que implicaran lazos sanguíneos porque son difíciles de certificar.
Charly tenía 25 años y una vida entregada al deporte, así que aquello de correr no fue tampoco demasiado épico. Aún recuerda alguna tirada larga, en domingo, después de haber salido de la discoteca Jardines del Real a las tantas con el tiempo justo para darse una ducha y cambiar los vaqueros por los pantalones de correr. Eran los tiempos en los que la mayoría corríamos por la Alameda, por encima del río, porque sabíamos que de fuente a fuente había un kilómetro exacto y, encima, los domingos la cerraban al tráfico.
Él siempre era el más joven del grupo que se juntaba para sumar kilómetros y, a menudo, era la víctima de las emboscadas urdidas por Toni Lastra, que yo también sufrí con el Grupo Salvaje de Correcaminos, que consistían en prometerte una carrera de no más de 12 o 15 kilómetros que acababan con diez más de lo acordado. Pero que no aguantas con 25 años.
El primogénito, José, que es una computadora, decidió que iban a correr a un ritmo para alcanzar la meta en tres horas y media. No falló y llegaron a la Alameda, fatigados pero felices, emocionados, dos minutos y medio antes de lo previsto.
Toni Lastra, que entonces era el notario de la carrera a pie en Valencia, dejó constancia de tamaña singularidad en este periódico con su pluma mágica. Y también lo hizo Carlos. Qué menos. Vaya historia la de estos cinco hermanos que suman 70 maratones y que han practicado fútbol, fútbol-sala, baloncesto, balonmano, tenis, tenis de mesa, golf, windsurf, esquí y todo lo que uno se pueda imaginar.
Charly rescató las imágenes de Canal 9 para hacer un vídeo de recuerdo en el que se ve a los hermanos chocando la manaza del mismísimo Alberto Juantorena, 'El Caballo', que ese año había sido invitado a ver el maratón.
Diez años después, el 6 de febrero de 2000, repitieron la proeza con tres nuevos acompañantes. Volvieron a brindárselo a sus padres. Carlos recuerda que su padre, orgulloso, guardaba todos los recortes y que el día que, recién fallecido, fueron a su casa, abrieron un cajón y se encontraron todos aquellos recuerdos, rompieron a llorar. Ellos no necesitan recortes. Algo así se recuerda toda una vida.
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