![Día de la madre | Cuando mi madre viene al restaurante](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202204/28/media/cortadas/madre-peque-RgPBkCdrReje0j5omTesAUL-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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ALMUDENA ORTUÑO
Jueves, 28 de abril 2022, 18:30
La maternidad es un regazo de tópicos sobre el que acurrucarse. Madre no hay más que una -no tiene por qué-; nadie cocina como ella -¿y si no le gusta cocinar?-, o nada como el amor de madre -quizá lo más certero de todo-. Puestos ... a caer en el convencionalismo, toca celebrar el Día de la Madre. Lo hacemos entre fogones, porque todos hemos vuelto sobre un plato de la infancia, donde lo esencial no es el sabor, sino la emoción sobre la que se construye el paladar. Ya de adultos, quizá hayamos cocinado para ellas. Y sin embargo, muy pocos saben lo que es recibir a diario a los comensales más exigentes, pero contener el aliento cuando quien cruza la puerta del restaurantes es la mujer de tu vida.
Las madres de los cocineros tienen su mesa favorita; algunas prefieren la barra. También hay platos que siempre piden y, posiblemente, disfruten con el vino. Son las más críticas con los errores en las recetas, sobre todo si les pertenecen. Se emocionan las que más, pagan las que menos y, sienten un orgullo sordo al llevarse la cuchara a la boca y encontrar aquel fondo que una vez prepararon. Ahora, convertido en legado.
Nuria y Diego Laso
Siente el amor, no de madre, pero sí de padre. En verano del año pasado, Diego Laso abrazaba a su hijo, una circunstancia que ha ablandado su vida. Aunque es co-propietario de dos restaurantes en Palma de Mallorca -Vandal y Santa-, ante todo se siente chef de Momiji y ante todo es apasionado del sushi. Las visitas de su madre a la barra japonesa del Mercado de Colón, de por sí habituales, han cobrado gran importancia para él. «Le gusta venir sola, porque conoce a todo el equipo y se siente como en casa. Se pone en la barra y habla con algún cliente. A veces cuenta que no esperaba que yo fuera cocinero, porque nadie de la familia se dedica a lo mismo», relata. Diego no era un enamorado del fogón, sino de Japón, y eso le llevó a viajar por el mundo para acabar aprendiendo.
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Antes de esta curiosa evangelización, Nieves Laso -comparten apellido- no conocía el recetario nipón y todavía le cuesta el pescado crudo. «Pero se está haciendo al sushi y se lo vende a todas sus amigas. También le encanta la anguila, que en su momento le parecía serpiente», narra el hijo. Alguna vez le pregunta por la receta de aquel caldo o aquellos canelones, pero la tipología de restaurante no le permite replicar los platos de infancia. «Los primeros recuerdos que tengo de comida deliciosa son de mi madre. Fue mejorando mucho con los años, desarrollando sus recetas especiales. Está muy orgullosa de su arroz al horno, las costillas a la miel, la caldereta de pesado blanco, las creppes…», enumera. Ha llegado a llevar la ensaladilla rusa a Momiji para la comida de personal.
«Da igual lo que le diga: le gusta hacerlo. A lo mejor se viene en el metro, cargada con una cazuela de arroz para 16 personas, y no escucha que no hace falta», reconoce. Porque entonces responde aquello de: «Nada como la comida de tu madre».
El plato que siempre pide: «Es muy fan de los makis, los baos de panceta y la anguila. Le damos a probar cosas, pero tiene sus hits, incluidos los postres».
Lo que menos le gusta: «El pescado crudo. Lo tolera con arroz, dentro de un maki, pero no puede con el sashimi. Le sigue costando el sabor y la textura».
¿Paga la cuenta? «Tiene descuento, como los empleados. Y a veces le hacemos trueque: por ejemplo, cosernos algún uniforme a cambio de invitarla a comer».
Aurora y Sandra Xanglot
«Desde que abrimos Xanglot, las sobremesas familiares se han trasladado al restaurante, capitaneadas por mi madre», cuenta Sandra Jorge. Una joven valiente que, en abril de 2019, abandonó los fogones de La Sucursal y decidió impulsar su propio restaurante, en el centro histórico de València. Lo hizo con el apoyo de sus padres y en connivencia con su hermana, Alba, que está al frente de la sala. «Nosotros siempre hemos disfrutado de comer en familia, nos gusta alargar las tardes de los domingos, y fantaseábamos con la idea de tener un restaurante donde hacer disfrutar a la gente», cuenta. Así que llegó el día de materializar la quimera. Y ahora ofrecen cocina de mercado, calmada y sencilla, en formato de menú y con guiños a los clásicos. Gastronomía valenciana rejuvenecida.
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Si hay que arrimar el hombro, se arrima. Aurora, que así se llama la madre, ha colaborado en los servicios de fin de semana. «Sin ella nada sería igual. Es una pieza fundamental de Xanglot y se encarga de que todo esté en orden», admite Sandra. Por supuesto, disfruta más de recibirla como clienta. Para reuniones de trabajo o celebraciones con las amigas, siempre escoge la mesa redonda. «Si creamos un plato, también es de las primeras en probarlo, y bien me da su aprobación o me exige todavía más», reconoce la cociera. Le debe algunas recetas de la carta, y otras tantas por llegar. «Hay una torrija con cremoso de chocolate blanco… Últimamente me insinúa mucho que la incluya, y seguro que al final podréis probarla, porque no parará hasta conseguirlo», se sonríe la cocinera.
El plato que siempre pide: «La molleja de terna. Le gusta la casquería, que desde pequeña conoce bien por mi abuela María».
Lo que menos le gusta: «El arroz, es más de carne. Aunque una buena paella valenciana con pato y caracoles sí que está entre sus favoritas».
¿Paga la cuenta? «No. Siempre lo intenta, pero no lo permito».
Concepción y Alba Sánchez
Hay lugares que son personas: Albarizas es Alba Sánchez. El bar de vinos se beneficia de que ella rellene las copas, porque en sus manos se puede encomendar el espíritu. La disposición al cliente fue su motor para abrir la bodega. Es el tipo de negocio del que ella disfrutaría, porque le apasiona la enología, se ha formado alrededor del mundo y produce a partir de sus propios viñedos en Chelva. Su madre no es tan permeable a la cultura vitivinícola, pero demuestra el apoyo incondicional con otros gestos. «Los platos más típicos de Albarizas, como la tosta de pisto con atún que servimos con la copa, o los coquitos que se entregan junto a la cuenta, son idea de ella. El cliente valora ese detalle y aprecia que sean caseros», revela. Ni la prejubilación ha librado a Concepción de hornear.
Así que, incluso viviendo a 80 kilómetros de distancia, si un día falta pisto, allá que baja a València a llevarlo. O si de repente ha preparado unas galletas de almendra. Cuenta Alba que su madre estudió y trabajó desde muy joven, pero nunca sintió interés por cocinar hasta que nacieron sus hijas. Entonces se metió de lleno en el mundo de la cuchara, las habitas con jamón y las albóndigas de bacalao. «De ella he aprendido todo lo que sé de cocina, y sigo llamándola cuando me atasco en las recetas», reconoce. Destaca el sabor de sus empanadillas. »Nunca he probado otras más ricas, ni caseras, ni de panadería. El tomate es espectacular y tiene un truco para que la masa quede crujiente», evoca. Entre sus aficiones también está la lectura, la albañilería o la jardinería en la caseta de Chelva.
«Mi madre es la mujer a la que más admiro. Es una mujer muy rústica y muy culta. De ella he heredado la cultura del esfuerzo, de luchar y no rendirme. No la he visto faltar al trabajo ni un solo día. A la vez, nos llevaba a todas las extraescolares y sacaba adelante la casa. Es una heroína», concluye Alba.
El plato que siempre pide: «Es muy madre, así que pide los vino que elaboro yo: el cava y el tinto. Un poco porque le gustan y, otro poco, por amor».
Lo que menos le gusta: «En realidad, no es muy bebedora. De hecho, solamente prueba los vinos que yo le recomiendo».
¿Paga la cuenta? «Nunca. Faltaría más después de todo lo que hace para la bodega. Y por eso viene menos: porque es demasiado discreta».
Mariló y Chemo Rausell
La cocina de Napicol, en plena huerta de Meliana, es una rendición a los orígenes. A ese pasado que conviene preservar, no al otro. Porque puestos a sacudirnos los estereotipos, Chemo Rausell cuenta que su madre nunca se ha llevado bien con la cocina. Que su repertorio era rico, pero escaso. «Estaba el puchero, la tortilla, las albóndigas con sepia… Hay recetas en el restaurante que se inspiran en ella, como el arroz con pollo,», precisa. Sin embargo, puestos a decir la verdad, aprendió de sus abuelas.«Los fines de semana íbamos a su casa y comíamos de fábula. Pertenecen una generación donde se guisaba todos los días y la olla va de echarle tiempo», reflexiona. Cuando anunció que quería dedicarse a la gastronomía, al acabar la Universidad, sus padres se quedaron perplejos. «Lo graciosos es, con casi 25 años, nunca había frito un huevo», admite.
Han pasado diez años y ahora es propietario de un restaurante. Lo lleva junto a Ana, su mujer, y en sala está su padre, quien no dudó en apoyarle. «Empecé a trabajar antes de ir a la escuela de cocina. Unas 12 horas al día, renunciando a los fines de semana y a salir con los amigos. Mis padres me veían cansado, pero contento y motivado», relata Chemo. Un día le dijo a su madre, Mariló, que había aprendido a usar el sifón. Ella respondió que cuándo iba a aprender a hacer lentejas. «Hoy me río de aquello, pero se lo cuento a los trabajadores del restaurante. Porque los valores esenciales de mi cocina son el guiso, el producto y la dedicación. Que esté bueno por encima de que sea bonito», teoriza. Y por eso, las comidas familiares ya no son en casa de la abuela, sino en el patio de Napicol.
El plato que siempre pide: «Mandonguilles de bacalao. Hay un romanticismo especial en esta elaboración, a mucha gente le transporta al pasado».
Lo que menos le gusta: «Cualquier plato que tenga que ver con casquería. Esas texturas más melosas o partes que nunca ha acostumbrado a comer».
¿Paga la cuenta? «Cuando me amenaza seriamente con que es la última vez que viene, y yo me río. Quizá por eso viene menos, para no ocupar mesa».
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