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Raúl Bermejo no quería estudiar cuando era adolescente, así que no le quedaba otra salida que ponerse a trabajar con su padre en el bar, donde siempre faltan manos, aguantando esos horarios infernales que comienzan antes del alba y acaban cuando ya es noche ... cerrada. Oslo, se llamaba aquel local, ubicado muy cerca de la plaza de España. Hasta que vieron que se les quedaba pequeño. Los planes, sin embargo, no salieron del todo bien. Un cáncer de páncreas fulminante se cruzó en el camino del padre y se quedó sin conocer el Nuevo Oslo, nacido en la mente del hijo, que no se quiso ir muy lejos geográficamente.
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Pero aquel joven de apenas veinte años sí tenía muchas ganas de ser algo más que el dueño de un anodino bar de barrio. Ahora tiene cuarenta y sigue con el mismo empuje de entonces - «soy un yonki del trabajo», reconoce-, convencido de que en la hostelería está su lugar; eso sí, ha cambiado las noches por las mañanas y ahora disfruta del fin de semana libre desde el sábado a las dos de la tarde, que baja la persiana. El lujo se lo ha traído el almuerzo y la pandemia; las ideas, las que se le ocurren enfocadas a lucirse en redes sociales.
Por ejemplo, las vallas que perimetran la terraza tienen una foto de Raúl con un enorme bocadillo en la mano. A la entrada, un ninot con su mismo aspecto que encargó a un artista fallero, y que simula un 'photocall'. El cartel del 'rei de l'esmorzaret', aquí y allá. «He patentado la frase, en valenciano y en castellano», dice Raúl, que apenas se detiene en la vorágine de servir almuerzos, dobles y platos de cacaus ya preparados en la barra antes de que llegue el grueso de su público, entre las diez y las once de la mañana. Enganchado a su oreja, un pinganillo. También el resto de trabajadores lo llevan, una modernidad chocante en el concepto de bar de almuerzos. «Así vamos más rápido», justifica Raúl. Llevan además pajarita, tirantes y camiseta blanca. Contrastes curiosos que parece que le van saliendo bien. Ya son ocho trabajadores. Antes de 2020 eran tres.
En las vitrinas van apareciendo, a medida que llega la hora punta, tortillas de varios tipos, revueltos de patatas y bacon, magro con tomate, figatells y así hasta casi cincuenta variedades. «Quiero ampliar la barra, para que quepan más», explica, ilusionado. Y se disculpa porque los lunes no tienen tanto género. Al local van llegando clientes de todo tipo; la mayoría, grupos de amigos con ganas de conocer al 'rey del almuerzo' con patente incluida, y que llegan incluso de fuera de la provincia. «El otro día vinieron desde Crevillent, se habían levantado a las siete de la mañana para poder llegar a la hora del almuerzo», explica, feliz.
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La especialidad, 'el almuerzo del rey', que empieza con la 'arrancadera' (chupito de cazalla), un bocadillo XXL de alguna de las variedades de las vitrinas, incluido el 'pulled pork' que se ha puesto tan de moda, una 'cacharra' (pinta) de cerveza, un 'cremaet' y, para finalizar, un gin tonic azul. Los contundentes almuerzos -y algo del folklore que rodea el Nuevo Oslo- han alargado la hora de servir hasta pasada la una del mediodía. El precio, competitivo, cinco euros con medio bocata que deja lleno a cualquiera, 8,50 la barra entera que se sale del plato y hasta de la mesa. En la terraza, cuatro ingleses entrados en carnes y en años se zampan el bocata gigante como si fuera un pincho.
Y mientras uno se come el bocata, puede contemplar la decoración de las paredes, desde una selección de fotografías y carteles de películas de Fernando Esteso, otra de raquetas y fotografías de tenistas de los ochenta, hasta la de carteles falleros. Un fondo para cada gusto y, así, ir alimentando el concepto de almuerzo 5.0. Y Raúl, siempre al lado de las mesas, aconsejando, sirviendo. «Antes pensaba que mi lugar estaba en la caja; luego me di cuenta de que en realidad el más importante es el cliente».
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