![Joaquín Schmidt | El cocinero que lo apostó todo al amor](https://s2.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202208/08/media/cortadas/Joaquin%20Schmidt-RFzyD554y0wNZfNlM20FTrI-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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Se acerca a la mesa de la cocina con un plato en la mano cubierto de aceite de oliva virgen extra. Con voz pausada te dice que cojas pan y que lo mojes en ese líquido verde intenso y fragante. Mientras te habla, clava sus ... ojos en ti y esboza una sonrisa cómplice. «¿A qué te sabe?», me dice tras probarlo. Mi cabeza empieza a volar en busca de ese recuerdo que tengo en la punta de la lengua, pero que no logro expresar en palabras. «El plato lleva azúcar, aceite Lágrima y lo mojas con pan... y te sabe a churros», afirma ufano. Mi cerebro explota. Así era. Es una receta nimia que, en absoluto, resume la cocina de Joaquín Schmidt, pero sí deja ver sus intenciones: le encanta sorprender y jugar con el comensal. De su restaurante nunca sales igual que entras.
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Podría estar jubilado a sus 66 años, haciendo cosas de jubilados, pero entonces no sería Joaquín Schmidt. A su restaurante no va a trabajar, sino a disfrutar. Es su vida y no se cansa de decirlo. Su día perfecto comenzaría en el Mercado Central. Aunque ya tiene a los proveedores perfectamente seleccionados, le gusta deambular por allí. Con la cesta llena, sale a tomarse una café o una cerveza y pone rumbo al restaurante. Allí, enciende la música y comienza a cocinar sin otra cosa en su cabeza que no sean ingredientes y recetas. Se evade completamente mientras su imaginación vuela con la larga lista de canciones que almacena en su cuenta de Spotify. Para él, la música es parte intrínseca de su vida y sus amigos dan fe de ello, pues cada día reciben una canción que Joaquín ha elegido para engrosar su elenco personal.
Sumergirse en su cocina es adentrarse en lo desconocido. Primero porque no sabes lo que vas a comer, sólo la cantidad. Poco, normal o mucho son los tres menús que tiene. Ninguna pista más. La experiencia tiene mucho de juego, el que entabla Joaquín con sus comensales. El cocinero sólo explica el orden o cómo aconseja comer el plato. Nada más. Tras un tiempo prudencial para su degustación, Schmidt aparece para entablar una conversación con el cliente sobre qué han comido y su procedencia.
Desde el momento que un comensal atraviesa la entrada pasa a convertirse en un amigo, y como tal será tratado. Porque Schmidt sólo cocina para amigos, ese es su mantra.
Pero si hay algo que realmente hará estallar la cabeza de quien se siente en una de sus mesas es ver al cocinero recibir a la gente y acomodarla, tomarles la comanda, ponerse a los mandos de los fogones y servir la comida. Todo lo hace él porque está completamente solo, nadie le ayuda. «Estoy sólo porque no me aguanto ni yo», ríe con ganas. «Siempre digo que cuando tienes un buen ayudante y aprende, se marcha, y si es malo, peor porque se queda. Hemos llegado a ser cinco personas, pero fui reduciendo y al final me quedé solo. De eso hace ya 16 años». Recuerda perfectamente ese momento, porque era el día de los enamorados. Esa jornada hizo doble turno. «Tuve a 40 personas y acabé a las tres de la madrugada tumbado boca arriba en la cocina. Ahí decidí que podía estar solo. Para mí el éxito no está en llenar el restaurante. Yo cojo lo que necesito o lo que me apetece en ese momento. Cierto es que podría dar más, pero ¿dónde pongo el límite?», explica.
Esta es su filosofía de vida, con todas las consecuencias, que asume con gusto. Se encuentra muy cómodo fuera de todo el circo mediático. No deambula por las redes sociales y sólo se deja ver en eventos por amistad. Pero la buena, no la de quedar bien, que eso no va con él. Desde hace mucho tiempo, lo suyo ha sido olvidarse de las modas. «Me restan libertad», dice. Y eso es algo que él ya no lo va permitir. Tampoco se esconde en decir que de joven sí que anhelaba una estrella Michelin, pero ese tiempo ya pasó. Quizá el no tener dificultades económicas le ha permitido alejarse de todo foco y dedicarse a lo que realmente le importa: hacer felices a su amigos con su comida.
¿Qué vamos a comer en su restaurante? Pues básicamente lo que él quiera. O mejor dicho, lo que su mente de genio y el mercado dicten. Desde bien pequeño, este gaditano de nacimiento sabía que quería ser cocinero. «Éramos diez hermanos y yo el único que me podía quedar levantado ayudando a mi madre en la cocina; el resto se tenían que ir a dormir», explica. Con tan sólo 13 años entró a estudiar en la Escuela de Hostelería de San Roque y nunca ha parado de cocinar. Sus conocimientos son eminentemente clásicos. «Formación Escoffier», puntualiza. Pero también ha bebido del saber de Ferrán Adrià. Durante nueve años acudió a un seminario que el genio de cala Montjoi impartía para 80 personas provenientes de todos los rincones del planeta y se ha sentado hasta en 37 ocasiones en la mesa de El Bulli. Con todo ese bagaje a sus espaldas, sus platos rezuman tradición y vanguardia. Puedes encontrar desde una carrilleras escabechadas, en las que no podrás parar de pedir pan hasta que se acabe la salsa, a espumas y esferificaciones para su gazpacho. Todo con la idea de sorprender a un comensal que siempre acaba rendido a una experiencia que va más allá del plato. «En mi cocina no hay altibajos de sabores, siempre me gusta encontrar el equilibrio», apunta. El mismo que lleva a su vida personal y que le ha permitido alcanzar esa felicidad que tanto le llena.
El restaurante que tiene en Valencia no fue su primer proyecto gastronómico. En Madrid creó una empresa de catering en la que tenía como clientes a la Casa Real, centros oficiales de la Administración y la jet set del momento. Pero un congreso de psiquiatría en Baqueira lo cambió todo. El destino, caprichoso como sólo él sabe serlo, quiso que un amigo de Joaquín le pidiera que lo acompañara porque su mujer tenía gripe. Él iba a esquiar, pero allí, entre tanto psiquiatra, se fijo en una mujer, Begoña. Después de ese cañonazo, porque flechazo sabría a poco, Schmidt decidió vender su empresa e irse con su futura mujer a Valencia, con la que tuvo un hija que ya roza la treintena. «Lo aposté todo al amor», apunta con una sonrisa. Y le salió bien.
Su vida se teje de historias, la de sus amigos 'peculiares' que han ido dejando huella en el restaurante que lleva su nombre. Como la patata agujereada y momificada que reposa en una estantería en homenaje a Juan Verdú. Pero también hay otros que engrosan ese baúl de memoria que atesora. Como Luis, un lotero argentino de origen gallego que quería vender boletos en su restaurante y Joaquín no lo terminaba de ver; al final el asunto no cuajó pero por el camino el cocinero se llevó 20 millones de las antiguas pesetas de un primer premio. O la de su amigo Juan Carlos Galbis, que fue el encargado de cocinar una paella de marisco en la boda de Schmidt. «Según me dijo fue la más cara que ha hecho en su vida», ríe.
Schmidt llegó a plantearse la jubilación antes de que el Covid irrumpiera en su vida. Pero la pandemia lo cambió todo, incluso su forma de pensar. «Me senté y me dije que necesitaba un cambio, así que decidí seguir con el restaurante abierto hasta que el cuerpo aguante», explica.
Y mientras el mundo gira en una dirección peligrosa, este cocinero que debe el apellido alemán a su padre, con quien vivió varios años en Berlín, sigue inmerso en unas vacaciones permanentes. Continuará con sus visitas al Mercado Central, disfrutará de los paseos por la playa con su perrita, de largas conversaciones con sus 'peculiares', leerá todo lo que caiga en sus manos y, sobre todo, cocinará con sus sempiternas camisetas y la música de fondo. Sólo echa de menos sentarse de nuevo en El Bulli, pero eso ya forma parte de los recuerdos y a Joaquín le gusta más que nada vivir el presente. Y el ahora es cocinar en una cocina caótica donde reina el más absoluto orden mientras de los altavoces sale una música que le llena, sobre todo si es Edith Piaf con 'La vie en rose'.
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