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«Por curiosidad». Animado por este impulso autodidacta confiesa Javier Cantos que se inició en el mundo del vino, desde la atalaya del negocio familiar, el restaurante El Rincón del Faro, de Sueca. «Cuando me preguntaba un cliente por un vino, yo ponía cara de póker», recuerda hoy con una sonrisa. La misma sonrisa que lucía cuando en Alicante Gastronómica fue coronado como el mejor en su oficio de toda la Comunitat: la mejor nariz valenciana, quien en un ataque de sinceridad reconoce que hasta los veinte años ni siquiera había probado el alcohol. De ahí el mérito adicional que distingue su trayectoria: «Me fui introduciendo en el mundo del vino, viendo el trabajo de los enólogos y el de los agricultores y luego formándome en el CDT, con la titulación de sumiller. Luego ha sido un constante aprendizaje, visitando bodegas de España y el resto del mundo».
Así se fue fraguando su perfil profesional, una acreditada trayectoria a pesar de su juventud, que distingue la carta que defiende en el negocio familiar bajo la consigna de la variedad: «Es muy diversa, se va moviendo… Intento trabajar con pequeños productores, que defienden proyectos que me ilusionan, gente que ama lo que hace, que ama la tierra. Bodegueros valencianos pero también de otros rincones de España, aunque tengo el reto de ir ampliando la bodega, porque se me está quedando pequeña». Ahora, figuran en ella unas 500 referencias, un total que se irá extendiendo para materializar el sueño de Javier de albergar vinos de todo el mundo: «Quiero hacer maridajes de nuestro menú con armonías de vinos nacionales, pero también internacionales». Y añade: «Pensando en winelovers, clientes más atrevidos en materia de vinos, estoy con la idea de menús donde se maride nuestra cocina con vinos de variedades minoritarias».
Un ambicioso proyecto que le permitiría abrirse, por ejemplo, »hacia vinos de California y Oceanía, hacia vinos muy punteros, que sirvan como la guinda del pastel». Pero el pastel ya duerme en su bodega: consiste en, por ejemplo, en referencias tan sorprendentes como el Adorado de Ménade, que nace a partir de una elaboración oxidativa «a la que no está acostumbrada la gente». Una pequeña extravagancia en una carta dominada por una identidad acusadamente valenciana que se permite también ciertas libertades, como esos Carruades de Lafite (cosecha del 2003) que sirve en formato mágnum para atender las exigencias de una clientela cuyo nivel de exigencia y de información no deja de crecer: «Yo creo que el cliente va evolucionando para bien. Se deja aconsejar por el sumiller, nota que somos gente cercana, que hablamos un lenguaje sencillo de interpretar, buscando acertar con lo que quiere el cliente y entender sus gustos». Con una particularidad: «Creo que antes el tipo de cliente era más clásico, ahora se atreve más. Le gusta que le puedas sorprender».
¿Y ese factor sorpresa, dónde reside? ¿Todavía es posible que surja en un mundo con un nivel de información tan exagerado? Javier acepta que el cliente español «todavía tiene camino por recorrer» en su conocimiento del mundo del vino, en comparación con la clientela del resto del planeta aunque encuentra ahí un motivo de celebración: «Para esto estamos los sumilleres, para educar a la gente en el mundo del vino». Sobre todo, porque ese tipo de cliente elitista que menudea en los últimos años convive con esa otra categoría de parroquianos, «que se adaptan a todo». «Se pierde una parte el disfrute del vino si careces de la percepción global de otras variedades o de una sensibilidad superior», apunta.
Javier, que tiene observado que su clientela se decanta por botellas que oscilen en la franja «entre 25 y 40 euros», se despide con un himno a los vinos de la tierra: «Tengo en mi bodega una buena representación de productores pequeños, que a mí me gustan, pero también tengo de bodegas grandes, que tienen vinos más representativos de la riqueza de la Comunitat». ¿Resumen? «Una gran diversidad de vinos valencianos para que disfruten nuestros clientes».
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