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Una Honda Shadow de 600 centímetros cúbicos aparcada frente a su horno le recuerda cada día que tiene una válvula de escape. Lleva varias décadas con ella y ya la considera un miembro más de la familia. La vida de un panadero consiste en arrancarle horas al reloj y al sueño. Jesús Machi lo sabe, los disfruta, lo ama, pero también necesita evadir su mente, renovarla. Él ha encontrado en las motos su particular diván, donde centra sus ideas y marca los sueños.
Su pasión le viene de un ritual, el de su abuela. «Comenzaba limpiando bien la mesa, después se ponía el pañuelo, se cepillaba a conciencia las uñas con un cepillo y se ponía los manguitos blancos. Esa parsimonia y su forma de amasar me parecieron algo maravilloso», recuerda Machi con cariño. Con sólo siete años se enamoró de ese momento al instante y cada vez que pasaba por delante de una panadería se quedaba embobado mirando cómo trabajaban. Tal era su pasión que su madre le propuso ayudar durante sus vacaciones escolares en el horno que regentaba la familia Martínez en la Gran Vía Fernando el Católico. «Ellos querían que hiciera pastelería; me decían que de panadero se madrugaba mucho, pero a mí me tiraba el pan y siempre me escapaba a hacer rosquilletas y a ver cómo amasaban».
La insistencia de su padre le obligó a seguir estudiando, así que hizo Electricidad, pero a los dos años se plantó y dijo que ya había tenido bastante. Lo suyo era ensuciarse las manos de harina y dormir poco, así que acabó en un horno en Montserrat propiedad del que años después sería su suegro. « A mi mujer ya la conocía de antes, de ir los fines de semana al pueblo. Llevamos juntos desde los 15 años», afirma con orgullo.
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De la mano de su suegro comenzó una historia de maestro y alumno que aún hoy rememora con cariño. Un camino de aprendizaje que ha marcado su vida y ha saciado sus ansias de conocer. «Él me enseñó a tratar las masas con delicadeza y a conocer a la perfección los tiempos para volver a tocarlas o dejarlas reposar más». Pero también se trabajaba mucho, sobre todo en la época estival. «Ahí se llenaban los chalés de Montserrat y era una locura. Nos poníamos a hacer pan a las diez de la noche para poder llegar a tiempo», explica Jesús. Su suegro decidió venderlo todo en 1985 y abrir un horno en Valencia, el de San Bartolomé, justo el que ahora regentan Machi y Ana, su mujer.
Jesús Machi no sabe qué le deparará la vida. Con una hija que ha estudiado Farmacia y ahora pone rumbo a Alemania a por Medicina, sus ojos miran a su hijo de 12 años. Ya ha mostrado su deseo de ser panadero, pero aún es joven y Machi quiere que tenga la misma libertad que tuvo él para elegir. «Si al final quiere ser como yo, primero le llevaré a las cuatro mejores escuelas del mundo y después yo daré un paso al lado para que él lo lleve todo». Su hijo siempre podrá mirar atrás y ahí estará su padre para que sus errores no le hagan caer en el desánimo y le permitan avanzar. Justo lo mismo que hizo el suegro de Jesús Machi.
Pero si hay una fecha que ha cambiado verdaderamente la vida de este panadero es el año 2007 y su devastadora crisis. Ahí se dio cuenta de que su horno, como tal, se moría. Y decidió cambiar, desmarcarse del camino que seguían todos. «La gente ponía el pan encima de la mesa y les daba igual cuál fuera». Gran amante de los viajes, se fijo como meta aprender de cuantos obradores pudiera visitar. «Me conocen en media Europa por preguntón», ríe Machi. Pero a él eso le da aire. «Lo mejor que te puede pasar en esta vida es que tu trabajo te haga feliz, si no es una puñetera condena, y yo he tenido mucha suerte», explica mientras apura el sexto café del día cuando apenas son las diez de la mañana.
Así fue como emprendió su aventura de la mano de la masa madre. Al principio costó de vender. La gente no estaba preparada para ese sabor, pero poco a poco fueron transmitiéndoles las bondades de ese pan y lo fueron aceptando. Hasta hoy, que prácticamente todo se hace con el fermento natural. Y todos esos conocimientos los consigue gracias a eso viajes que realiza a Francia y Suiza para asistir a cursos y, sobre todo, a las experiencias del camino. «Tengo un amigo que es de Tomelloso que cuando hacemos un curso en Suiza siempre vamos juntos en coche. Al volver, paramos en cinco pueblos al azar y compramos barras de pan. Nos sentamos en la plaza del pueblo y empezamos una cata improvisada para ver puntos de sal, amasado y cocción; si algo nos gusta mucho, en otro viaje ya entramos a hablar directamente con el panadero», explica entre risas.
Esa es de las pocas escapadas que Machi necesita para resetear su cabeza. Como las que hace todos los sábados a las diez menos cuarto de la mañana. Ese día y a esa hora coge su BMW de trail y recorre las carreteras de los pueblos de interior con sus amigos. Eso sí, un buen almuerzo y a comer en casa.
Buena parte del éxito de Machi descansa sobre su mujer. Llevan 40 años unidos y están prácticamente las 24 horas del día juntos. Se conocen a la perfección. Sólo con mirarse ya saben cómo se encuentra el otro y qué necesita. Ella le ha aportado el punto de intensidad, le anima a tirar hacia adelante y, sobre todo, le ha desbordado con su comprensión. «Cuando mi hija era pequeña, la gente pensaba que yo estaba separado de mi mujer porque al parque siempre iban las dos solas. Yo servía a los hoteles y comenzaba a trabajar a las diez de la noche y acababa a las once de la mañana y, claro, necesitaba dormir. Estas cosas no todas las parejas las aguantan, pero nosotros somos un equipo muy unido», explica Jesús, para quien la familia es el núcleo sobre el que todo gira. «Es una fuerza muy grande, te saca de todo».
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