![Marisa Marín, en el mirador que corona su casa en Alcossebre, en el parque natural de la Sierra de Irta.](https://s2.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202208/27/media/cortadas/1450073776-RCu6enTqhOdQyo4KHGCkNAJ-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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Cada inicio de verano, Marisa Marín, que ha cumplido 86 años años, se sube al coche y conduce hasta su querida sierra de Irta. Allí ha encontrado una paz que buscaba desesperadamente desde que su hijo Luis murió hace cuatro décadas en Irlanda. «Me quedé ... sin voz y estuve dos meses cara a la pared», recuerda Marisa, recostada en una hamaca junto a la piscina de un impresionante chalé al que hay que llegar atravesando caminos tortuosos del parque natural. Se ve pequeña ante tanta inmensidad, con el mar que atrapa desde todos los ángulos y una casa que se le ha quedado grande para ella sola. La muerte de su hijo Luis fue la primera de las tres tragedias que nunca hubiera esperado vivir en una existencia con muchas luces y demasiadas sombras. Viuda desde hace doce años, en 2020 enterró a su primogénito y le dejó un vacío muy grande. «La muerte de Nacho fue una muerte anunciada, pero me quedé sola porque era el hijo que vivía conmigo, y para mí fue tremendo», lamenta. Tampoco pudo estar en el entierro y Marisa Marín sabe que los duelos necesitan despedidas, aunque sus ganas de vivir hayan mitigado ese dolor que a veces no la deja respirar.
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María José Carchano
-Es duro no poder despedirse...
-Fue lo más duro, no poder despedirme, porque el médico me prohibió que fuera. Menos mal que mi sobrina me lo grabó en vídeo, y lo viví como si estuviera allí mismo. (Se queda pensando) Pero es que estoy tan segura de que mis dos hijos y mi marido me protegen que no tengo miedo.
-Pero usted es una persona con tanta vitalidad.
-Yo enseñé a mis alumnos que había que llevar las penas dentro, que nunca las tenían que conocer los demás. Cuando a alguna amiga se le ha muerto su marido le he dicho: «sal de casa llorada. Y nunca cuentes tus penas, cuenta tus alegrías. Porque tus penas nadie te las va a solucionar».
A Marisa Marín le encanta perderse entre sus recuerdos, cuando conoció a su marido Ignacio en la universidad de la calle la Nave. «En la planta de abajo estaban los chicos, que estudiaban Derecho, arriba nosotras, las tontainas, que estudiábamos Filosofía y Letras». Cuenta cómo iban a la Audiencia a ver a los letrados novatos, cómo Ignacio le pedía que le esperara después de clase. «Me acompañaba al trenet porque yo vivía en Burjassot, y aunque yo no quería salir con él me hacía reír tanto que nos hicimos novios», y suelta una carcajada, mientras le vienen a la mente aquellos maravillosos años donde todo estaba por hacer. Cómo su padre le compró una academia y le dijo que tenía que pagarla con su trabajo, y cómo Ignacio, convertido en marido, decidió dejarlo todo y trabajar juntos en las academias que fueron abriendo a lo largo de los años. «Yo no hacía más que firmar letras, y le decía: '¿algún día acabaremos de pagar todo?'. Al principio no teníamos un duro, pero con ese carisma especial conseguía todo lo que se proponía».
-Juntos consiguieron crear uno de los colegios más prestigiosos de España.
-Trabajábamos mucho. Me acuerdo que él volvía de Madrid, donde estuvo de pasante, y los fines de semana los pasábamos corrigiendo. Luego llegó otra academia, y otra, y otra. Él me decía: «si tú me sigues llegaremos adonde queramos». Y yo le seguía.
Marisa Marín recuerda cada paso que dieron hasta llegar a l'Eliana, a convertir Iale en el colegio que es actualmente, ya gestionado por su hijo Jandro. «Como su padre, es una persona que siempre ve el vaso medio lleno, simpático y lleno de buen humor. Yo le llamo y le digo que tengo un problema y él siempre me dice que no me preocupe, que todo tiene solución». Y ríe de nuevo, feliz por el apoyo que han supuesto para ella sus hijos Jandro y Elia, que hace unos meses la llevaron a Irlanda para volver al lugar donde durante años gestionaron otro colegio, y donde murió su hijo Luis. Y recuerda aquel dolor tan grande que la invadió, hasta que un día su marido le dijo: «¿así vas a enseñar a superar el dolor a tus hijos?». Le pasó lo mismo cuando murió su hijo Nacho, que se dejó llevar por la tristeza hasta que un día vio las plantas sin regar, la casa sin atender. «Ahí volví a ser yo, con todo mi temperamento», ríe Marisa, que siempre que ha tenido que superar un duelo lo ha hecho a base de plantearse un reto por delante. Con su hijo Luis fue crear un colegio en Boston. Con su marido, fundó la Orden del Querer Saber. Con su hijo Nacho organizó los premios de la orden, que entregó el pasado mes de junio y que fueron un éxito. «Estuve un año preparándolo todo».
-¿Supongo que recuerda aquellas palabras de su marido, de no dejarse llevar por el dolor...
-Mientras pueda, hasta que muera, voy a reír, a disfrutar y a pasarlo bien.
-¿Algún día se le ocurrió que pudiera encontrar otra pareja tras la muerte de Ignacio?
-(Responde rápidamente) Nunca. Él fue el único. Nadie le podría haber sustituido, me hacía sentir una reina, y me decía: «No te olvides que donde estés tú está la presidencia».
Da unas palmadas para que una mujer que forma parte del servicio doméstico le lleve las gafas, que se ha dejado por algún lugar durante el recorrido por la casa. No ha perdido esa energía y esa personalidad arrolladora con la que pide perfección, que a su alrededor esté todo como a ella le gusta, consciente sin embargo de sus limitaciones. «Esto tan feo que llevo en la muñeca no es un reloj, sino una alarma conectada a Securitas que avisa si me pasa algo». Y ríe de nuevo, mientras da la orden para que la mesa esté puesta, sentados los invitados frente al mar, con una fuente de gambas, otra de mejillones, una lubina salvaje al horno.
-¿Qué tiene este lugar para usted?
-Cuando murió mi hijo Luis yo no quería ir a Calvestra, a Requena, donde había tantos recuerdos suyos. Así que Ignacio buscó una casa que estuviera junto al mar y encontró esta maravilla. La decoró José María, la pareja de Rappel, que es como de la familia para mí. Este es mi paraíso particular, donde se me curan todos los males.
Alrededor de la casa, unos terrenos bien cuidados se funden con la sierra por la que Marisa Marín ha pasado años caminando. Un acceso directo da al camino que recorre la costa y que comienza en la cala Mundina hacia la playa de Ribamar. Un lugar prácticamente virgen con una belleza excepcional que se ha salvado del urbanismo depredador que ha tomado parajes más al sur de la Comunitat. «Hay una energía especial en este lugar, en ese triángulo formado por las islas Columbretes, Peñíscola y la sierra de Irta», dice Marisa. Sus rodillas ya no responden como antes, pero todavía hoy se sube a lo más alto de la casa, al mirador donde trabajó tanto tiempo, donde escribía sus libros, con el Mediterráneo a lo largo y ancho del paisaje, donde todavía los recuerdos de otros tiempos están presentes en cuadros, papeles y muebles.
-¿Ha encontrado su lugar?
-Totalmente. Intento venir todos los fines de semana; además, mis hijos también han elegido Alcossebre para instalarse, así que estoy acompañada. A mis nietos les encanta venir con sus amigos, y yo feliz de que disfruten de la casa.
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