MARÍA JOSÉ CARCHANO
Valencia
Sábado, 22 de septiembre 2018, 18:44
No es difícil imaginar a Miguel Falomir, con sus gafas redondas de quien ha pasado mucho tiempo entre libros y su aspecto de profesor bonachón, hablando con pasión ante un grupo de alumnos de la pintura de Tiziano. La misma que cuando dejó aparcadas las aulas pudo disfrutar de tú a tú, ya dedicado a tiempo completo a la investigación en el Museo del Prado. Más allá de su trabajo como prestigioso historiador del arte, especializado en el Renacimiento italiano, no parecía ambicionar lustrosos cargos este valenciano, hijo de un reconocido jurista, que, sin embargo, se encontró un día, casi sin quererlo, dirigiendo la pinacoteca más importante de España. Le entrevistamos en una de sus visitas a Valencia, a su tierra, en un hotel donde ofrecerá una charla, orgullosa su familia en primera fila.
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-¿Vuelve a Valencia con gusto?
-Mi familia vive aquí, mis padres, algunos de mis hermanos, amigos… Yo sigo en excedencia como profesor titular en el departamento de Historia del Arte de la Universitat de València. Es mi ciudad y ahora es muy fácil y rápido venir.
-¿Qué es lo que más extraña en su vida en Madrid?
-Probablemente el mar, al cual no le hice ni caso cuando vivía aquí. Ahora sí, cuando dejé esta ciudad y me fui a vivir a otra donde no lo tenía cerca empecé a añorarlo.
Lleva varias entrevistas, los medios de comunicación se lo rifan, y más en Valencia; dirigir el Museo del Prado le ha dado una visibilidad enorme, a pesar de sus reticencias. Sin embargo, se siente a gusto hablando, de sí mismo, con ese tono a veces socarrón que ha exportado a la meseta.
De Miguel Falomir destacan su calidad humana, pero él resta importancia a los halagos: «Cuando a alguien le nombran directos enseguida le encuentran más alto y más guapo». Lo que sí reconoce es una timidez que ha tenido que superar con el cargo.
-Le propusieron ser director y dijo que no. Dos veces. ¿Por qué?
-Sí, es público y notorio que me ofrecieron el puesto y lo rechacé. Es que para mí suponía un reto, pero por otro lado era un sacrificio, y algunas cosas no las veía claras. Por eso no mostré demasiado entusiasmo la primera vez que me lo propusieron.
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-Intuía lo que se le podía venir encima.
-Es que es una responsabilidad tremenda, y sabía que mi vida iba a cambiar, no tanto por la exposición mediática, que asumía, sino porque tendría que orillar el estudio de la historia del arte, que es lo que siempre me ha gustado, en beneficio de la gestión. Que no es exactamente lo mismo.
-La gestión. Tan poco valorada y muchas veces demasiado gris.
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-Es que el Museo del Prado es un sitio maravilloso, con unos cuadros famosísimos, pero al mismo tiempo con más de seiscientos trabajadores, que cuenta con tres millones de usuarios. Imagínese cuánta gestión hay detrás.
-He leído de usted que tenía una gran calidad humana. Supongo que es agradable que digan de alguien cosas así.
-(Ríe) Yo creo que te nombran director e inmediatamente te encuentran más guapo y más alto. En realidad no lo sé, me gustaría pensar que sí, pero no soy yo quien tiene que decirlo, sino las personas que me rodean.
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-A continuación, le suponía algo de maquiavélico para moverse cómodamente en aguas políticas, casi siempre revueltas.
-Bueno, maquiavélico no -una palabra que, por cierto, creo que está malinterpretada y no debería tener un deje peyorativo-. Yo pienso que cuando entro a dirigir una institución como ésta el principal problema es que ya no dependo de mí, en mi caso de mis investigaciones, o de mis libros. Ahora hay muchos otros factores, entre ellos, que me he descubierto unas habilidades sociales que hasta este momento no conocia, como la diplomacia. Porque mi trabajo no me lo requería, porque era mucho más individualista.
-En ese sentido, ¿se ha descubierto habilidades que no pensaba que tenía?
-Yo soy una persona muy tímida, y ser director del museo me ha obligado a intentar esconder en la medida de lo posible esa timidez. También es verdad que las cosas no las haces para ti, sino para la institución. Por ejemplo, nunca he pedido dinero para mí, y ahora me paso el día haciéndolo. Para el museo, claro.
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-Aparte de que se le presupone una cabeza privilegiada.
-La cabeza muy grande la he tenido siempre, pero vamos, físicamente. Más allá de eso… (ríe).
Tímido y al mismo tiempo humilde, como la mayoría de quienes no necesitan hablar de sus logros para reivindicarse. Así que hay que hacerlo por él. Ha sido premio extraordinario en la licenciatura de Historia del Arte en la Universitat de València, becado Fullbright en Nueva York, autoridad mundial en la pintura del Renacimiento italiano, país donde ha sido profesor invitado en numerosas ocasiones, comisario de decenas de exposiciones a lo largo de los años…
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-¿Se ha vuelto muy esclavo de una agenda?
-Es evidente que hay un montón de actos que no he puesto yo, que hay muchas obligaciones que tienes que cumplir. El museo es una institución imponderable, y en mi cargo estoy muy expuesto. Llevas muchos pies marcados en el calendario.
-¿Se maneja bien con esa falta de autonomía en su tiempo?
-Bien no, porque muchas veces miras la agenda y piensas: «haría cualquier otra cosa». Dicho esto, es mejor no planteárselo, porque hay que hacerlo, y lo que intentas es cumplir con las obligaciones lo mejor posible.
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-¿Lo ha notado su familia?
-Sí, porque aunque yo siempre he estado muchas horas en el museo, la diferencia es que ahora llego a casa tan cansado que estoy menos comunicativo con la familia. Además, viajo mucho más que antes.
-¿Ellos lo llevan bien?
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-Al principio estaban muy contentos. Mis hijos decían: «a ver si nos mejoran las notas en el colegio». Ahora lo llevan con mucha naturalidad.
-¿Qué caminos han elegido sus hijos?
-Ninguno de los dos se ha decantado por la Historia del Arte y me parece muy bien, son opciones muy legítimas. Hay muchas formas de ser feliz.
-¿A usted le dejaron elegir?
-A mí me dejaron elegir. De hecho, yo tenía la vocación marcada, no por el arte, sino por la historia, desde muy jovencito; quizás con siete u ocho años ya sabía lo que quería estudiar, y que me gustaba el Renacimiento. Fue posteriormente, durante la carrera, cuando me decanté por la Historia del Arte.
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-Incluso cuenta alguna anécdota de cuando era pequeño, cuando le llevaron al Museo del Prado por primera vez, y cómo aquella visita le marcó para siempre.
-Es que a mí me emociona el arte. Siempre lo ha hecho, y desde muy pequeño.
-Qué bien tenerlo tan claro.
-De esto uno no se hace rico, precisamente, pero yo he tenido la tremenda fortuna de haber hecho de mi hobby mi profesión. Creo que somos muy poquitos los que podemos decir eso, en una área donde los índices de paro son pavorosos. Sí, en ese sentido soy un privilegiado.
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-¿Usted ha conseguido llegar a esa felicidad de la que hablaba antes?
-En mi trabajo sí, aunque yo esté más orgulloso por mi trayectoria en la Historia del Arte que como mánager de museos. Esta etapa la interpreto como lo que es, una etapa, y espero volver a lo que hacía antes. Yo siempre lo he dicho, no tengo ninguna intención de ocupar el mismo lugar en otra institución cuando deje de ser director del Museo del Prado. Me interesa volver adonde estaba.
-¿Y seguir con Tintoretto? Se ha especializado muchísimo.
-Es que museos como el Prado te lo permiten. Yo me dedico a la pintura veneciana, y en ese sentido he considerado que estaba en el lugar adecuado para desarrollar mi carrera.
-¿En qué momento deja de ejercer como director de museo?
-Ahora procuro no serlo al principio del día. Mis primeras dos horas desde que llego al despacho intento seguir como historiador, aunque sea de una forma ilusa, quizás.
-¿Siente esa sensación de provisionalidad que arrastra un cargo como el que ocupa, que nunca se sabe si acabará mañana o dentro de diez años?
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-No, no lo pienso, porque planificar a corto plazo es malo para la institución. Dicho esto, es cierto que ha habido casos de directores que han estado cien días y de otros que han estado quince años.
-¿Se lleva bien con las corbatas?
-Mejor de lo que me esperaba. Yo no las llevaba habitualmente, pero reconozco que es una prenda de vestir cómoda, que te permite no tener que estar pensando demasiado en la ropa que te pones.
-¿Ha tenido que cambiar de vestuario?
-Sí, porque los trajes no abundaban mucho en mi armario (ríe).
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