![Francis Montesinos, en la cocina de su casa. Una de las paredes está cubierta de fotos que cuentan una vida intensa.](https://s2.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202110/02/media/cortadas/1441266545-RroLjv71P2CdPgOkFLoSX7K-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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Francis Montesinos se sienta cada mañana a la mesa decorada con un mantel de hule donde su nombre se repite hasta el infinito. En ese porche algo desvencijado por las últimas tormentas se dedica a escuchar el silencio, rodeado de sus queridas plantas, ... a las que cuida como si fueran hijas que crecen, se van haciendo adultas y tienen a su vez hijas que él regala a los amigos. «Este verano les limpié las hojas, una a una con cerveza». Y hay muchas. Hasta en el cuarto de baño. En el tejado de la apartada vivienda, siguiendo un camino de tierra entre Llíria y Alcublas, un pavo real albino parece adueñarse de lo que acapara su vista, un paisaje de árboles ya maduros que el diseñador plantó cuando sólo había maleza. «Me horrorizaba pensar en vivir en un lugar donde tuviera que esperar a que los árboles crecieran, así que los planté antes de construir la casa», explica, y señala orgulloso un eucalipto de varios metros de altura.
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Masillada a la pared de roca que le separa de su vecino, un San Miguel (patrón de Llíria) hecho de azulejos y vestido con falda parece mirar de reojo el Mercedes 180 que vivió tiempos mejores y que ha ido más veces a Spook de las que hubiera querido. «Tiene un único asiento delantero; ahí nos subíamos cinco». Francis Montesinos ríe, sin nostalgia, ya casi reconciliado con sus contradicciones. Ha vivido tan deprisa que creía que no llegaría a los cincuenta, así que hasta los setenta que ha rebasado todo le parece un regalo. Aunque lo haya pasado realmente mal; lo más reciente, una diverticulitis este verano.
Dice sonriendo que está pendiente de una operación. «No tengo miedo», quizás porque la muerte no le asusta, que tiene pensado hasta su funeral en San Nicolás. También porque recuerda que de pequeño se rompió tres veces la pierna, una el brazo, se cayó por la escalera... «Yo era portero de hockey, de fútbol, jugaba a básket… Ahora ya me ves», y vuelve a sonreír. Sus problemas de salud se han entremezclado con otras preocupaciones más mundanas; ha tenido que trasladar su tienda a otro local más pequeño por las dificultades que le ha supuesto la pandemia, aunque por otro lado, las licencias que le genera la firma van viento en popa: vino, gafas, textiles, hoteles... ¿Quién iba a pensar que viviría de que su nombre quedara grabado en la patilla de unas gafas? Además, el próximo 9 d'octubre el Ayuntamiento de Valencia le nombrará hijo adoptivo de la ciudad.
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No hay demasiados lujos en la casa donde Francis Montesinos decidió un día retirarse del ruido que para él significaba Santa Bárbara y, antes, el centro de Valencia. «Y eso que a mi madre le dije que el último lugar en el mundo en el que viviría sería Llíria». Ahora solo vuelve a la civilización cuando tiene que medir a las clientas y se organiza para agruparlas el mismo día. El resto del tiempo vive a cuestas con su soledad, salpicándola de momentos en los que se convierte en el anfitrión perfecto, aunque ya prefiera cocinar en 'petit comité'.
Entre sus incondicionales, Paola Dominguín, que eligió Valencia por un novio y se quedó por Francis. Casi cada domingo comen juntos; amigos desde que ella era su musa subida a las pasarelas y él brillaba en los backstages con sus míticas colecciones de flores y faldas. También le visita Nacho Duato, que ahora trabaja en Rusia. «Siempre que viene me pide paella. Es que allí se come fatal». Francis la borda, la ha cocinado muchas veces, aunque cada vez le cueste más. «Es que hacen falta dos personas, una sólo para controlar el fuego».
Que unos periodistas de Las Provincias le visiten una mañana cualquiera es, para Francis, un motivo más que suficiente para comenzar un enorme queso que le mandó hace unos días El rey del Silo. «Es un buen amigo. Lo conocí cuando me hicieron embajador de la sidra y por él he estado algunas veces en Asturias. Ahora ya le podré decir que está buenísimo». Muy cierto. Lo acompaña con tostadas de pan que acaba de calentar y dos botellas de sidra El Gobernador y le detenemos porque su generosidad supera los límites de alcoholemia que permite la carretera de vuelta a Valencia.
Francis Montesinos es tan desprendido que no tiene problemas en mostrar hasta su habitación, subiendo unas escaleras estrechas donde ahí tampoco hay lugar disponible para encuadrar otra foto u otro cartel. Ese espacio íntimo es un despacho, también un dormitorio, incluso una salita. Tiene hasta una pequeña nevera. Solo le separa del cuarto de baño una puerta enrejada que compró a la casa Pepe Luna cuando iba a cerrar, una tienda por la que pasaba de niño. «Me enamoré de esa reja, aunque me costó más dinero colocarla que lo que había pagado por ella». El resultado es espectacular.
Desde la cama y la mesa de escritorio, rodeada de libros y papeles, unos grandes ventanales con vistas a una terraza que son el hogar de una familia de gatitos, alimentados con rosquilletas Velarte. «Quique (Velarte, fallecido hace tres años) era muy amigo mío y me daba algún saco de las que se rompían. Les encantan». Y aunque delante de la cama hay una televisión, confiesa que se duerme viendo alguna película. «Prefiero coger un libro, pero cada vez me acuesto más temprano y me levanto más pronto», dice.
Le pregunto sobre la antigua Cibeles. «Desde que murió Cuca (Solano, histórica directora de la pasarela) no es lo mismo», y prefiere no hablar si no hay cosas buenas que decir. Todavía conserva amigos que le ponen al día, que le mantienen en contacto con ese mundo exterior del que poco a poco va alejándose, aunque la creatividad sigue presente en su cabeza, pugnando siempre por salir de alguna manera. Incluso preparando un jarrón de flores que ha encargado para la sesión de fotos. Lidiando al mismo tiempo con lo terrenal: unas goteras que le obligan a impermeabilizar la terraza, y que le han estropeado algunas fotografías.
Quizás le importe más por los recuerdos, porque en realidad apenas usa el salón, convertido en una especie de museo donde ha ido recuperando recuerdos antiguos que hablan de un esplendor que quedará. Le interesa mucho más el exterior, y cada vez está más apegado a la naturaleza. «¿Ves esa higuera? Apareció de la nada. ¿No es maravilloso?». Allá al fondo un grupo de pavos reales se adueña del lugar como si Francis Montesinos fuera un inquilino de paso. «¿Sabes que los pavos reales van en grupos diferenciados si son machos o hembras? El albino todavía no ha decidido con qué grupo ir... ¡será maricón!», ríe a carcajadas.
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