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La puerta, el cajón y las botas M. H.
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La puerta, el cajón y las botas

De cómo octubre no terminó como empezó

M. Hortelano

Valencia

Viernes, 8 de noviembre 2024, 11:15

Hola capturadores

Octubre estaba siendo un mes normal. Incluso bueno. Había trasplantado unas plantas que tenía en casa, que ya habían crecido demasiado; había comido mazapanes del día de los enamorados valencianos y cenado raya en una improvisada salida, un viernes por la noche, a Ciro, nuestro restaurante de cabecera. Habíamos empezado con las comidas de cuchara en casa, esas que tanto reconfortan en otoño; había ido a mi primera junta de vecinos, a pesar de que llevo 10 años viviendo en el mismo edificio; y había hecho algunos reportajes muy chulos de casas preciosas y personas maravillosas como Patri y los pacientes ostomizados. Había ido a Cuenca a ver a mi familia, me había tomado un café vienés en Jovi, había entrado a la catedral después de mil años y había ido a por setas. Le había comprado a Tania un bolso de Jimenas que me hacía mucha ilusión y había renovado bastidores para bordar. El último jueves de mes me tocaba ir a la radio e iba a llevar unos Sonny Angels y unos smiskis (unos muñequitos de esos que vienen en sobre sorpresa) para hacerme la moderna y me había hecho un estudio de la pisada.

Pero, el 29 de octubre lo cambió todo. Tenía algunas cosas previstas, anotadas en mi agenda, y la vista puesta en el viernes festivo, que me tocaba librar. Pero, ese día la DANA que hemos vivido en Valencia lo arrasó casi todo. No estoy afectada directamente, pero ninguno hemos escapado a esta devastación de una vida tal y como la conocíamos. El agua se ha llevado muchas de las cosas que hacían nuestro día a día lo que era. El de casi todos. Muchos han fallecido o lo ha hecho uno de sus seres querido. Otros, han perdido su casa, sus coches, sus negocios y sus recuerdos. O lo han hecho nuestros amigos, o algunos conocidos. El agua ha llegado a todas partes. Incluso donde no había llovido ni una gota. Y ese agua ocupa ya una parte muy importante de todas nuestras vidas.

Hace unas semanas fui a Cuenca a ver a mi familia, como te contaba antes. Allí mantengo muchos de los recuerdos de mi infancia. Esos que te anclan a la nostalgia de una niñez feliz. Algunos juguetes, fotografías, incluso ropa. Casi un memorial de una etapa idealizada, anclada a momentos con muchos de los que ya no están. De entre todas las cosas que logré guardar como un tesoro durante más de veinte años, la más valiosa, a nivel emocional, era una villa de la muñeca Chabel con la que había jugado durante muchísimas horas cuando era pequeña. Allí construía vidas imaginarias con mis muñecas y pasaba las tardes jugando. La villa tenía el tejado rosa, las paredes blancas y la puerta y las ventanas de color verde. En su interior, una cocina totalmente equipada, una televisión en la que se reproducían imágenes de la muñeca, y un sofá cama. Cuando me hice mayor, la guardé en su caja y la almacenamos en un altillo. La casita incluso viajó con nosotros con la mudanza, y ocupó un lugar visible en el nuevo trastero. Ya de mayor, de vez en cuando la abría para teletransportarme a esos años. Pero luego, nació mi sobrina y jugó con la casa de una intensidad distinta a la que yo lo había hecho muchos años atrás. Hasta que un día, la caja y la villa, desaparecieron del trastero. Uno de los mejores juguetes de mi niñez se había esfumado. Había llegado a su vida útil. Pero para mí fue una ostia. Sentí que con esa casita se habían perdido muchos de mis recuerdos. De unos momentos que habían formado parte de una etapa de mi vida que quería mantener encerrados entre esas cuatro paredes.

Así que hace unas semanas, al entrar al trastero, en Cuenca, mientras buscaba una navaja para ir al monte a buscar setas, abrí un cajón y encontré tres cosas que identifiqué al instante. La puerta de entrada de la villa de Chabel, uno de los cajones de su cocina y unas botas de agua de la muñeca. Cogí las piezas y las guardé con rapidez en el bolso. Me aferré a esos trozos de plástico que, para mí, eran más que unas piezas de un juguete ya roto. Hace unos días, en plena vorágine laboral por la cobertura de la DANA, cambié de bolso para ir algo más cómoda. Y apareció la puerta, el cajón y las botas de agua. Una representación a pequeña escala de lo que muchos de los afectados han perdido o están viviendo estos días. Como una maqueta del desastre.

La vida te cambia en un momento. Lo que ayer era tu familia, tu casa, tu coche y tu vida rutinaria, de repente es la nada. Barro, lodo y desolación. La realidad, tal y como la conociste, se la lleva el agua. De repente, el colegio de tus hijos no existe, el centro de salud al que acudías a por las recetas de Enantyum se ha esfumado y del supermercado en el que hacías la compra de la semana no queda nada. Tu móvil se ha quedado sin batería porque han cortado la luz y no tienes donde cargarlo. Como además, no recuerdas ningún número de teléfono, porque hace años que no memorizas ninguno, no puedes avisar a los tuyos de que estás más o menos bien. En tu casa, los daños son irreparables. Ya no hay nada del sofá en el que te sentabas cada noche a ver la tele, ni en la cocina está la nevera de la que sacabas el yogur de después de cenar. De tu ducha ya no sale agua, tus fotos son papel mojado y tus recuerdos son ahora una pesadilla. Desde ese día, cada mañana te despiertas en un sitio que no es tu casa, rogando que todo haya sido un mal sueño. Pero bajas a la calle y el barro lo cubre todo. Miles de personas que no conoces han llegado andando, desde cualquier otro lado, ataviados con botas de agua y escobas, para ayudarte a limpiar tu casa y tu calle, aunque jamás os hayáis visto. Aún no lo sabes, pero te recompondrás, porque no queda otra. Y porque los que no lo hemos perdido todo te ayudaremos a que pronto puedas volver a aburrirte de la rutina. Pero hasta entonces, queda mucho.

Luego estamos los que no hemos perdido nada. A los que esto no nos ha afectado en lo primordial, pero sí en todo lo demás. Los que hemos perdido el rumbo y la chispa. Los que incluso nos sentimos culpables de estar bien. Trauma vicario lo han llamado ya. Los que ahora respondemos a todo con un «no puedo quejarme, porque estoy bien« o los que hemos puesto el listón del bienestar en no habernos muerto o no habernos quedado sin casa. Eso es, estos días, la nueva medida de todo. El perímetro al que ha llegado el lodo. Pronto tendrá que cambiar. Establecer una nueva normalidad. Una llena de heridas. Pero también de rutina. De volver a construir recuerdos. De recomponernos. De volver a coger una escoba para barrer las migas, después de cenar, y no litros de barro. Una en la que las botas de agua vuelven a ser un objeto absurdo en un sitio como Valencia. Y donde nos volvamos a disgustar por que la casa que hemos perdido es la de muñecas de cuando éramos pequeños y no la que todavía no hemos acabado de pagar y ahora está destrozada. Un día, la puerta, el cajón y las botas, serán sólo un recuerdo que no duela.

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Un gato, en medio del lodo de uno de los municipios afectados EFE

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