![El supermercado](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/11/14/1488387750.jpg)
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Hola capturadores
El martes que el cielo se vació sobre algunos pueblos de la provincia de Valencia e inundó otros en los que no había caído una gota me tocaba hacer la compra. La íbamos a hacer por la tarde, al salir de trabajar, como casi siempre, en una especie de despresurización de la cabeza, frita al calor de la actualidad que de unos meses a esta parte nos abrasa. Para esos momentos, en mi casa hemos elegido el supermercado como lugar común. Ese en el que la luz es siempre la misma, por los pasillos deambulamos personas de todo pelaje con nuestras cestas y carros y donde podemos alienarnos de nuestra vida real y olvidarnos de lo que traemos de fuera. O no. Pero ese martes ya no llegamos al supermercado. La jornada se alargó más de lo normal por las noticias que iban llegando de las lluvias y los whatsapp que comenzábamos a recibir de amigos y conocidos, algunos radiados desde el techo de sus coches, ya convertidos en tablas de surf. Aunque esa noche aún no teníamos ni idea de lo que nos íbamos a encontrar al día siguiente. Así cenamos algo de los restos que quedaban por la nevera y dejamos la compra para el miércoles. Una compra que ya no hicimos, porque los dos somos periodistas y había demasiadas cosas que contar. Y porque a los supermercados se desplazó una especie de guerra total por conseguir agua y comida para llenar las neveras en las primeras horas, aunque pertenecieramos a la Valencia seca. Y para comprar agua y comida para donar, en las horas posteriores.
La mañana del miércoles me escapé diez minutos del trabajo para comprar unas ensaladas de esas que hace Florette, ya hechas, y pillar un pack de seis botellas de agua porque en la máquina de trabajo se habían agotado días antes de la DANA. Ilusa de mí. Cuando llegué al hipermercado me encontré una imagen terrorífica. Colas interminables de gente que se había tragado un bulo que corría a esa hora por los móviles de que iban a cortar el agua durante días, con carros llenos de garrafas. Yo, con dos ensaladas César y un paquete de seis botellas de Font Vella, asistía alucinada al espectáculo, sin saber que esas serían las últimas botellas de agua que vería en días. El supermercado había dejado de ser un lugar de paz.
Y entonces me acordé de la primera vez que fui a un hipermercado en mi vida. Fue en Albacete, a principios de los 90. Yo tendría 7 u 8 años y habíamos acudido a las ferias de septiembre. Aprovechando el viaje, fuimos al Pryca, donde mi madre me compró un montón de cosas nuevas para la vuelta al cole. Todas en el mismo sitio, sin salir de esa nave en la que se mezclaban comida, ropa, objetos de menaje, de papelería o de perfumería, con grandes muebles de jardín, electrodomésticos y libros. Puede que ahí comenzara mi fascinación por los supermercados.
Poco después, abrieron el primero en Cuenca. Se llamaba Pan de Azúcar y, aunque estaba en lo que entonces eran las afueras, pillaba justo al lado de mi colegio y del hospital en el que trabajaba mi madre. Al Pan de Azúcar (luego Jumbo, ahora Alcampo) se iba en coche y, casi siempre, en familia. Fue el primer establecimiento en mi ciudad en el que se podía hacer una compra de comida, ropa y menaje a la vez. Brujería si me preguntas. Hasta entonces, nuestra cadena de supermercados de referencia eran unos locales llamados Alconsa. Pura modernidad de la época. Nada de franquicias ni supermercados con una gran oferta. La compra se hacía en las tiendas o en el Alconsa de tu barrio. Muchos años después vinieron los Mercadona de turno o los DIA. Pero el monopolio de nuestro monedero lo siguen teniendo los comercios locales. Al menos para llenar la nevera. A los grandes supermercados e hipermercados se va a hacer la compra grande. La del mes. El día a día pasa por la frutería y la carnicería de confianza.
Este verano me leí un librito de Annie Ernaux, la flamante Premio Nobel de Literatura en 2022. Me lo recomendó Laura Llamas, una compañera periodista y muy lectora. El libro se llama 'Mira las luces, amor mío', tiene exactamente 120 páginas y documenta las visitas que la escritora hizo a un Alcampo cerca de su casa, en Francia, entre noviembre de 2012 y octubre de 2013. Dice que anotar sus desplazamientos al hipermercado durante varios meses «supuso una manera de fijar momentos de esa historia colectiva, continua e insensible. También de captar pensamientos, emociones y sensaciones que sólo pueden surgir ahí, en ese espacio donde se encuentran tantos semejantes diferentes».
Un miércoles 5 de diciembre, por ejemplo, apuntó que afuera llovía. pero dentro de ese Alcampo, como el tiempo no se mide, las secciones se movían sin parar, al ritmo que se renovaba la mercancía, que siempre sigue el mismo ciclo invariable. Ese que empieza con las rebajas de enero y acaba con los productos para las celebraciones de Navidad. Y en Navidad, precisamente, en mi casa se producía la gran compra. Un momento al que vuelvo de manera muy recurrente, como un asidero de felicidad. Un viaje al hipermercado para comprar las cosas con las que íbamos a llenar las mesas de comidas y cenas. Si escarbo en ese baúl de recuerdos, veo latas de Coca-Cola con caras de Papa Noel, botellas de vino blanco Diamante y botellas de licor de mora sin alcohol. Pero también turrones de sabores raros y cajas de Choclait Chips. En esos pasillos, aderezados por música de villancicos, centenares de familias llenando sus carros de ingredientes para cocinar buenos momentos.
Dice Annie Ernaux que escogemos nuestros objetos y nuestros lugares de memoria. O más bien el espíritu de la época decide qué merece la pena ser recordado. Los hipermercados (o supermercados), frecuentados unas cincuenta veces al año por la mayoría de personas desde hace unos cuarenta años empiezan apenas a considerarse entre los lugares dignos de representación en ese imaginario. El super y el hipermercado no son reductibles a su uso de economía domestica, al rollo de las compras. Suscitan pensamientos, fijan en recuerdos sensaciones y emociones.
Y estos días tras la DANA, algunos de mis recuerdos quedarán también en imágenes de algunos supermercados. Unos, arrasados por el agua y el lodo, donde algunos vecinos no podrán volver a comprar. Otros, ya reabiertos, reciben pocos clientes porque la lucha ahora no está en llenar la nevera, sino en curar el alma. Pero también en algunos que yo he frecuentado, donde las personas hemos dado lo peor y lo mejor de nosotros mismos. Unos, arrasando con todo, como ya sucedió en la pandemia. Otros, comprando lo que podían para enviarlo a los que no tenían. Y en los municipios afectados, la compra ha quedado postergada, porque ahora se hace en economatos improvisados en plazas del pueblo o locales que se mantienen secos, en los que cada uno coge lo que puede o lo que necesita, a golpe de solidaridad. Las imágenes de las colas para conseguir agua, bombonas de butano o un tupper de comida caliente estos días parecen de otra época. De otro continente. El carro se ha cambiado por la carretilla.
La compra que yo había previsto para ese martes la pude hacer el lunes siguiente, en mi día libre. Ese día volví a mi supermercado del barrio, a comprar lo que pude para volver a llenar los tuppers de otra semana intensa. Con lo que había, que todavía no era demasiado. La tristeza se había instalado en quienes recorríamos esos pasillos. Vecinos que ahora nos mirábamos con culpa por poder llenar nuestras neveras sin problema. A esa hora ni siquiera estaba el público habitual, porque en el supermercado cada estrato social tiene su franja horaria. Volvimos ayer, porque salimos de trabajar a una hora más normal, ya con la alerta roja levantada. Lo hicimos por necesidad, claro, que hay que seguir comiendo y cenando. Pero también por gusto. Para ver gente. Porque no hay espacio público o privado donde deambulen y se junten tantos individuos distintos por edad, ingresos, cultura, origen geográfico y apariencia. Y todos estamos aún digiriendo lo que metemos en el carro. Y lo que hemos visto estos días en el supemercado. Que siempre es espejo de lo que se está cociendo fuera.
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Marta
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