LA LECCIÓN DE JAIME
DAMIÁ VIDAGANY. PERIODISTA
Sábado, 25 de noviembre 2017, 07:51
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DAMIÁ VIDAGANY. PERIODISTA
Sábado, 25 de noviembre 2017, 07:51
Jaime estaba huérfano de hiel, carente de colmillo. No tenía doble fondo. Su adorable forma de ser no era calculada. Sin ser un gran orador, su carisma arrollaba. No era su léxico quien te convencía, lo hacía la voz de su corazón. Hablaba su alma, atropellada y constructiva, porque su historia era preciosa y él se sabía un privilegiado. Jaime abría los brazos y te quedabas ahí para siempre, junto a él, porque tenía espacio para querer y respetar a todos. Ortí no dividía, unía. No seleccionaba, ni etiquetaba. Juntaba y armonizaba. No era pose, era bonhomía.
En 2004, mediados de septiembre, Jaime estaba invitado en mi boda. El equipo jugaba en San Mamés y él llegó tarde al banquete. Con su gracia habitual entró al salón y recibió la ovación de todos. Llegó a la mesa presidencial, besó a las madrinas, a la novia y abrazó al novio. Cogió el micrófono, dirigió unas palabras y atronó una ovación. «El novio no es Damià», debió pensar por el pasillo central. Se había equivocado de salón. Luego ya vino al que tocaba y tuvo ración doble de discurso y agasajo.
La gente idolatraba a aquel presidente. Emitía cercanía, gratitud y humildad. Ortí era antónimo a clasismo. Nunca miró el reloj en una peña, amaba el fútbol y no el contexto, igual El Rosal que Old Trafford. No se metió nada en el bolsillo que no fuera cariño. Se crecía en los pueblos y las calles, donde otros se achican, porque lo amaban sin campañas ni subterfugios, respondían al hecho de que se sentían considerados recíprocamente por su 'presi'. Amor con amor se paga. Fue un hombre inteligentemente llano, nunca estratega. Quizá la astucia de la que careció está sobrevalorada.
Déjenme que les cuente su hazaña más grande. No, no fueron las Ligas. Todos los presidentes que he conocido en los últimos 20 años han tratado de hacerlo bien y casi todos han sido muy valencianistas. Pero dar ejemplo al mando es fácil. Ser ejemplar desde fuera, desde el anonimato, e incluso a veces ninguneado, es lo difícil. A él no le doblegó su ética ni el dolor de su injusto adiós a la presidencia.
En los últimos trece años, siempre tuvo una palabra de cariño a entrenadores en peligro, a jugadores criticados y a presidentes-as en solfa. Hizo el bien sin mirar a quien. No faltó al filial, ni a peñas ni a la Fundación. Ni siquiera cuando algún exaltado de postín le afeó -creo en el arrepentimiento- en el palco, o cuando cerca de volver con Layhoon, se torció aquel regreso, tan necesario, bien lo sé, para ambas partes. Cuando otros talaban el árbol caído, él intentó siempre levantarlo. No manchó el escudo, ni cuando siquiera pudo necesitarlo para darse brillo. Hacía tiempo que no nos veíamos.
La semana pasada me llamó. Hablamos con esperanza del club, del increíble Marcelino, del equipo y de la felicidad de la afición. Sin saber la extrema gravedad, le dije que todo el valencianismo le quería y que tuviera fuerza. Estaba entero, pero le noté emocionado. Fue su forma de despedirse. Con nobleza. Sin una mala palabra, con amor por el Valencia.
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