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Si conoce Valencia y escribe, recuerda o pronuncia La Estambrera, la memoria le trasladará hasta la esquina que en la ciudad dibuja la unión de la Avenida de María Cristina con la plaza dels Porxets. Con ese bonito, hasta poético por evocador nombre, la tienda ... a la que hoy viaja LAS PROVINCIAS sólo podía ser ese comercio dedicado a la venta de lanas que abrió sus puertas a Valencia en 1934. Desde allí sirvió la materia con la que cuatro generaciones de valencianos tejieron toquillas, chaquetas, rebecas, jerseys, peucos, mantas -y quién sabe cuántas labores más- para abrigar sus fríos. La Estambrera, que en la ciudad era sinónimo de calidad, ofreció calor a la capital y a no pocos pueblos de su provincia hasta que en 2016 llegó la hora de dar por finalizada la aventura comercial que había iniciado Emilio Camps Andrés.
En tan emblemática y estratégica esquina -una vuelta de calle chata, sin aristas-, en los tiempos en los que el turismo aún no había ocupado esa gran superficie comercial que dibujaba el entramado urbano que circunda el Mercado Central, cuando las fachadas -una sí y otra también- estaban salpicadas de rótulos que daban personalidad a la capital del Turia sobresalía un letrero. Era el que sobre blanco tenía impreso en mayúsculas el título 'La Estambrera' en azul. Y en rojo y a mayor tamaño, también en caja alta, regalaba ya a distancia la indicación de que allí se vendían lanas.
El emprendedor que en los años treinta del pasado siglo se estableció sobre un local de dieciséis metros cuadrados encontró en su hijo, Emilio Camps Miralles, el sucesor ideal para seguir adelante el viaje comercial quien hoy, casi emocionado, relata a este periódico. A tan limitado espacio siguió una ampliación en superficie, fue ganando terreno. Pero sobre todo cosechando el prestigio que le daba no sólo llamar La Estambrera a la tienda, sino «crear la propia marca» para poner a cada ovillo una faja en la que se leía el mismo nombre, ese que procede de «estambre, el hilo que se trenza para conseguir la lana», apunta Emilio Camps Miralles.
La apuesta de la casa siempre estuvo definida. No había más secreto que «la calidad». Ahora es Trini Costell, la esposa de Emilio, quien se suma al relato para recordar que la clientela la constituían «señoras que sabían lo que buscaban y sabían tejer. A ellas no les compensaba buscar productos corrientes». Sí, a La Estambrera se acudía cuando de las agujas de tejer, que también podían adquirirse allí de cualquier número que se necesitara, iba a salir una labor especial.
Ante los mostradores que concedían al establecimiento el empaque que transmite la madera se podía pedir de todo. A Trini Costell se le aceleran las palabras para ofrecer una retahíla de género extraído del que podría ser inventario de la casa y que pone en contacto con el lujoso mohair, la fina alpaca o la suave angora, sin dejar de lado las composiciones de lana con acrílico que servían a las maestras del punto para las mezclas. Qué decir de los perlés para esas labores delicadas nacidas del ganchillo.
Y colores. Todos los colores del mundo colocados en orden perfecto sobre aquellos casilleros que aterrizaron con los ovillos dejando atrás las madejas rodeaban la sala de ventas ofreciendo a la vista de quien entrara en el establecimiento un cálido mosaico del que Trini y Emilio aún no han olvidado el orden que lo definía. Al unísono recitan el que podría ser el guion que explicara el recorrido de este comercio para el que su fundador relacionó colores con números a fin de facilitar la búsqueda de las lanas. «El azul marino, el 25; el 37, granate; el 30, rojo; el 15, azul celeste y el 20, azulón. El 5, el amarillo; el 10, el rosa; el 18, el fucsia; el 57, el verde...». El orden era fundamental, y la destreza un grado porque sacar el hilo del ovillo no cualquiera puede hacerlo sin que se desmorone el puñado de lana que con delicadeza hay que sostener con la mano.
Hasta nueve personas, «había dependientas, aprendizas...», llegaron a formar parte del equipo de una casa que se desenvolvía en un escenario dibujado tras la fachada de perfil redondeado. Atravesada la puerta, el cliente se encontraba a la derecha con una cajera, de la que tuvieron que disponer porque «si las dependientas se entretenían cobrando no se podía atender». Y es que no era inusual que «la tienda estuviera llena hasta la puerta», señala Trini. Incluso, apostilla Emilio, «he oído decir que hubo temporadas en los años cincuenta que tuvieron que llamar a la policía ante la cola de gente".
Y entre todos, tal vez habría que decir sólo todas, los que dirigían sus pasos hasta la esquina de María Cristina con plaza del Porxets, se encontraban las señoras amantes del arte de tejer llegadas de los más diversos puntos de la ciudad, y las que visitaban el establecimiento en viaje desde el pueblo. Llegaban de toda la provincia en persona o incluso en algunos tiempos a través de representación. Recuerda Emilio que siendo un joven estudiante, cuando se acercaba a la tienda escuchaba cómo decían «ese es el ordinario de Carlet o el de Algemesí». Ellos recogían los encargos que les hacían desde sus respectivas localidades, personajes del relato social de una época que tal vez hoy podrían encontrar su alter ego en los repartidores que hoy acercan a casa las cajas de cartón de la tan reconocida firma del nuevo comercio.
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Sí, detrás de aquellos escaparates se han escrito muchos relatos, experiencias que han tejido las emociones de muchos valencianos. Allí compró la abuela el perlé para los peuquitos del nieto. De La Estambrera salió la lana para aquella rebequita tan mona, y la del jersey del abuelo. También la de las chaquetas azul marino para el uniforme que abrigó juegos de patio de colegio. Y aquella toquilla de la mamá... «Cuatro generaciones de valencianos», sentencia Emilio Camps.
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