La peste negra y la viruela, la gripe española y asiática, el cólera, el ébola... y ahora la COVID 19. Las enfermedades atraviesan la historia de la humanidad y la cuarentena no la ha inventado la OMS ni el confinamiento el señor Simón. La crisis sanitaria nos deja una enseñanza en forma de reminiscencia al recordarnos algo que supimos pero que habíamos olvidado. No imaginábamos una experiencia de lo imposible que ya antes habíamos vivido. Por supuesto, renunciamos a verlo como un mal necesario que debía suceder, pero ha sido el único modo de detener a un mundo ambicioso de progresar a toda velocidad y de proyectarse estresadamente hacia el futuro.
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Desde siempre la humanidad y sus habitantes han sido vulnerables. Y ahora también lo somos en la era cibernética y genómica, en la era espacial y de la inteligencia artificial. En nuestra historia solo ha existido una única posibilidad de ser humanos, y esa ha sido la vulnerabilidad, la alternancia entre salud y enfermedad.
Pensábamos que teníamos el control de todo en nuestras vidas y llevábamos tiempo renunciando, por molesto, a todo lo que entrara dentro de lo inesperado. Pero hemos aprendido la lección: ni las ciencias más exactas ni la medicina más poderosa han sido capaces ni de predecir ni de controlar los efectos de un virus que ha tambaleado al mundo. Asumimos con humildad que el futuro no está asegurado y que la realidad del tiempo es trabajar en el presente, en el día a día. En cambio, anticiparse constantemente al futuro es dar palos de ciego, y frustrante estar actualizando de continuo sistemas de expectativas. La futoroscopia es una pseudociencia en crisis y los profetas post-pandémicos unos visionarios desautorizados que quieren controlar la realidad y a nosotros.
Si algo sabemos mejor que nunca es que no sabemos cómo será el futuro. Sabemos bien lo que nos ha pasado ahora y el futuro lo dejamos a los ignorantes. Hemos sido golpeados duramente, pero son golpes con significado que han mostrado el ser de los hombres: seres frágiles. El virus ha abierto un boquete en un transhumanismo soñador de una humanidad definitivamente sana y perfecta, invulnerable. Hemos quedado inmunizados de los cantos de sirena de ese mundo feliz utópico. Y preferimos reconocernos no como máquinas sino como vivientes reales y frágiles, deficitarios de ayuda.
Aunque lo más impredecible de todo es la libertad humana, de nuevo se repite en la historia la capacidad de adaptarnos a la adversidad sacando lo mejor de los hombres. ¡Cuantos han puesto en acción su libertad sin cálculos ni predicciones jugándose la vida por los otros!
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Hemos de aceptar que volverán a suceder cosas inesperadas que nadie podrá predecir. Y, sin duda, la mejor estrategia consistirá en ser fieles a nuestra naturaleza vulnerable y necesitada de relacionalidad y de solidaridad. Aunque muy pronto estaremos vacunados, la verdadera emergencia sanitaria no consistirá en suprimir toda enfermedad y prevenir todo contagio futuro. Más bien, lo urgente y presente deberá radicar en mitigar la fragilidad humana mediante el cuidado propio y mutuo. El mejor protocolo de actuación para todo aquello que no podamos predecir y que pueda herirnos consiste en la capacidad moral - virtuosa- de ayudarnos y cuidarnos porque todos somos responsables de todos. El verdadero peligro que se cierne sobre la humanidad no es la amenaza de una pandemia, ni el peor confinamiento encerrarnos en casa. El riesgo de extinción reside en la posibilidad de vivir sin sentido y aislados, sin tender hacia una plenitud mayor que la mera vida sana.
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