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Sara y Javi Berlanga, hermanos y propietarios del Berlanga bar, abierto en 1979 en el barrio de Benimaclet. damián torres

El bar de la barra infinita que a Berlanga le hubiera gustado conocer

Sara y Javi heredaron un negocio familiar que abrió cuando todavía Benimaclet era un pueblo entre huertas. Detrás de la vitrina, un ingente trabajo de cocina que empieza cuando todavía el sol no ha salido

Jueves, 3 de febrero 2022

Decía una prestigiosa pediatra que todo el mundo debería tener su reconocimiento, sobre todo si dedica su vida a algo que le apasiona, a ayudar a los demás o simplemente a hacerles felices. Y de esto último tratan precisamente los bares, de esos pequeños instantes de felicidad que produce parar a media mañana y ver una vitrina bien surtida donde no sabemos ni siquiera qué elegir, comprobar que al pan no le cabe más relleno o que el cremaet llega con ese contraste de colores. Y, por qué no, al corroborar que la cuenta es tan ajustada que dan ganas de comenzar de nuevo. O, seguro, de volver.

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Javi y Sara Berlanga se han criado en el bar que sus padres abrieron en el año 1979 en la calle Dolores Marqués. Después de gestionar durante unos años el Musical de Benimaclet, aspiraban a tener un negocio propio en un barrio que comenzaba a expandirse y a crecer también hacia arriba. «Cuando nos quedamos el bajo no había en la calle ninguna finca más, estábamos rodeados de huerta», cuenta Pilar, ya jubilada, y que no puede dejar de acercarse como ha hecho durante cuarenta años al negocio que ahora regentan sus hijos. ¿Está contenta de que eligieran seguir con el negocio familiar? Y la respuesta son unos ojos llorosos y una voz emocionada, aunque lo primero que quiso es que sus hijos estudiaran para tener más opciones.

Sara sirve un bocadillo tras otro a gran velocidad, y a pesar de ello entre las diez o diez y media puede que haya que esperar un poco en la cola que se forma para observar el contenido de las vitrinas, que poco a poco va menguando. En el almuerzo no hay carta que valga, lo suyo es ver qué entra por los ojos. Por ejemplo, la tortilla de morcilla y pimientos la ha improvisado Sara esa misma mañana, pero las dudas surgen entre tantas opciones.

Algunas opciones que se pueden elegir para un almuerzo completo. El precio, 5,80 euros con bebida y café. damián torres | lp

Una recomendación: hay que probar el bocadillo Quart de Poblet: supremas de lomo al vino tinto con salsa casera de miel, cúrcuma y mistela, o el secreto con ajos, el lomo a la mostaza o los chipirones con ajos tiernos y patatas. Hay más. Tortillas variadas, coliflor con longanizas, habas con embutido o 'sang en ceba'. Y si la visita da la casualidad que es martes, hay que dejarse sorprender por el Paquito Mistela o el Paquito Cazalla. O si es de noviembre a marzo, dejarse llevar por unos huevos con jamón y trufa, aunque a veces el género se agote a mitad de semana. Un apunte: parte de la verdura que se sirve la cultiva el propio Javi en uno de los huertos urbanos de Benimaclet.

«Esto es un bar de trabajadores, de gente del barrio», explica Sara. Y un vistazo por las mesas lo corrobora; mucho mono de pintor y zapatos de seguridad, que quieren un generoso bocadillo a buen precio para seguir. Si en los pueblos hay que fiarse de los agricultores, en la ciudad de los trabajadores de la obra, que no se dejan engañar por postureos. Otro de los atractivos del Berlanga bar, como les gusta que se llame, es la terraza, que da a una zona peatonal donde el ruido del tráfico cercano se amortigua y las palomas campan a sus anchas.

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Bocadillo Quart de Poblet. lp

Y, también, el amplio horario. «Abrimos a las seis y veinte de la mañana y cerramos a la una y media de la madrugada». Recuerda Sara que ahí mismo, en el altillo, había una cama, porque siempre han sido de pegarse a la barra y a la cocina durante toda la semana y descansar a partir del sábado a mediodía. «Yo tenía claro que quería que el bar me dejara vivir», explica Pilar, que cuenta cómo ha recorrido durante estos años sesenta países. Al último fue sola, nada menos que a Dubai, porque su marido murió hace ya diecisiete años, justo a los seis meses de jubilarse. No le dio tiempo a descansar después de tantos años de barra.

Javi, su hijo, se encarga ahora de la cocina y a mediodía hay que dejarse llevar: rabo de toro el jueves o arroz con bogavante el viernes. A diez euros con bebida, postre o café. ¿Se puede pedir más? Hay más. Carrillada o codillo, incluso las opciones veganas que deja entrever la carta a la hora de la cena, donde también hay hamburguesas y pizzas.

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Sara reconoce que es un horario muy esclavo, que hay que currárselo, pero que tiene muchas satisfacciones. Han mantenido la decisión de bajar la persiana el fin de semana, heredado de sus padres, para disfrutar de la familia, y algún día entre semana donde se turnan para descansar un poco más. «Menos mal que vivo arriba», dice Sara, que bromea con la reforma reciente de la cocina de su casa: «qué poco se usa…». Entre lo mejor del bar, los trabajadores, que parece que sientan suyo el negocio, como ese camarero con las uñas pintadas y tatuajes en los brazos que intenta ahuyentar entre bromas a las palomas, también enamoradas de los platos que salen de una cocina diminuta que enciende los fuegos cuando todavía el sol no ha salido.

A Berlanga, el cineasta que dio visibilidad a la España profunda, le hubiera encantado conocer estos hosteleros que llevan su mismo apellido y que hacen magia humilde en la cocina.

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