![Andrés Goerlich, en su despacho, repleto de libros y recuerdos, y vistas a un entorno verde.](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202006/04/media/cortadas/1425195242-k8vF-U110404799994rqC-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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En esa Valencia burguesa donde los edificios son un microcosmos por los que la luz y el verde de Viveros se cuela sin pedir permiso vive y trabaja Andrés Goerlich, sobrino nieto del que fuera el gran arquitecto ideólogo de la Valencia contemporánea. Abogado de formación, el interés por el legado de su tío abuelo ha ido creciendo con los años y, de paso, por la arquitectura, esa disciplina que de joven no le llamó la atención, siempre más interesado por las leyes. Ahora, sin embargo, tiene un conocimiento amplísimo sobre el trabajo de Javier Goerlich, fruto de una curiosidad infinita que le lleva a saber, incluso, anécdotas curiosas sobre ese mismo edificio donde vive, en el que se utilizaron restos de un barco para la carpintería. «La madera sabe a salado», dice. En su despacho, las menciones y títulos de un Goerlich se mezclan con las del otro, y crean una continuidad que está permitiendo, a través de la fundación, perpetuar el impresionante legado del cerebro de espacios como la plaza del Ayuntamiento o la avenida del Oeste, y edificios como el del Banco de Valencia. Andrés Goerlich se entusiasma cuando habla de los orígenes de la familia Görlich en un lugar remoto en la República Checa y, al mismo tiempo de su arraigo con Valencia, con la que se identifica completamente. Hasta el apellido está españolizado.
-¿Cómo fue su infancia?
-Nací en el año 65 y fui al colegio del Pilar, un vínculo que todavía hoy mantenemos con reuniones regulares. Sin embargo, estuve fuera de Valencia desde los catorce hasta los dieciocho años, y pasé por Granada, Madrid y Tenerife, porque mi padre era médico militar.
-¿Pensó que debía volver?
-Tuve claro, dentro de las opciones que existían, que quería volver a mi ciudad, de la que siempre me he sentido muy orgulloso. Recuerdo aquella facultad de Derecho en el paseo al Mar, un edificio de Moreno Barberá para quinientos estudiantes donde a mediados de los ochenta nos juntamos quince mil. Pero al margen de la masificación, salieron muy buenos juristas, y tener a docentes como el profesor Broseta y tantos otros fue un orgullo. Porque tenemos muchas cosas de las que sacar pecho y poner en valor.
-No quiso ser médico, como su padre y abuelo, o arquitecto.
-No, y siempre he vivido rodeado de médicos, también después de casarme, que mi mujer y ahora mi hija lo son. Yo tenía un concepto muy elevado en aquellos años de la justicia, de los valores, de la ética. La arquitectura, por su parte, no me llamaba para nada la atención, pese a que parte del negocio familiar es el tema inmobiliario. Fue precisamente ejerciendo el Derecho cuando empecé a conocer al Goerlich de la configuración de la ciudad y cada vez me interesaba más. También es verdad que la familia hablaba mucho de él y de su huella, y que al moverme entre arquitectos fui conociendo la dimensión de su trabajo. La mayoría piensan que soy nieto, pero en realidad Javier Goerlich no tuvo hijos.
-¿Lo conoció?
-Yo tenía siete años cuando él murió, y mis recuerdos están muy relacionados con esas impresiones de la niñez. Vivían él y su mujer, la tía Trini -Trinidad Miquel- en el número 29 de la plaza del Ayuntamiento, en la cuarta planta, justo debajo del león. Recuerdo el salón, la sala de música, el dormitorio al fondo, su estudio, que era un santuario donde no se podía entrar ni tocar nada, todo perfectamente ordenado y milimetrado, como yo (mira a su alrededor, donde la mesa y varias estanterías están llenas de carpetas). Aquí parece que haya desorden pero está todo en su sitio.
-Su abuelo era hermano de Javier, entiendo.
-Pero él no vivía en Valencia, sino en Calzada de Calatrava, donde se fue primero para seis meses. Había creado una mutua junto a otros médicos valencianos, y tenían que enviar a alguien a un pueblo que entonces tenía doce mil habitantes y no había asistencia sanitaria. Y allí puso en práctica el higienismo, esa corriente que se desarrolló a principios del siglo XX y que también aplicó su hermano Javier en la arquitectura (alcantarillado, canalización de agua potable, lavado de manos y heridas). Mi abuelo se encuentra allí con un índice de mortalidad altísimo precisamente por falta de higiene y trabaja sin parar. Con el tiempo, conoce a mi abuela, que era la hija del farmacéutico, y decidieron quedarse a vivir. Venían a Valencia de vacaciones pero él en el Campo de Calatrava era feliz, y nosotros seguimos yendo.
-¿Por qué usted se convirtió, además, en cónsul de Hungría? Tenía antepasados diplomáticos.
-Mi bisabuelo Franz Görlich había nacido en un pueblecito llamado Welnitz (ahora Berenice), situado en el entonces Imperio Austrohúngaro, junto a la frontera alemana, vino a Valencia y aquí se convirtió en cónsul. En realidad, ningún miembro de la familia volvió a tener un cargo diplomático ni honorario y todos ejercían una actividad profesional. La posibilidad de llegar a ser cónsul honorario, fue por Máximo Buch, mi suegro. Se da la casualidad de que el bisabuelo de Cristina, mi mujer, fue cónsul de Alemania, mientras mi bisabuelo era cónsul del Imperio Austrohúngaro. Mi suegro fue su homólogo alemán durante veinticinco años y decano del cuerpo consular y en los noventa, en una visita del embajador de Hungría a Valencia, le comentó que buscaban un cónsul honorario aquí. Me recomendó, tuvimos una magnífica sintonía y llevo ya más de veinte años. Siento Hungría en el corazón y lo considero mi segundo país. Budapest es una de mis ciudades preferidas y todos los años vamos con grupos de españoles a conocer la ciudad, la gastronomía, la cultura.
-¿Se conocieron por esa circunstancia?
-Nuestras familias nos ubicábamos, pero en realidad nos conocimos por su hermana Ingrid, que ahora vive en Milán, y con quien coincidí en los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. El grupo de valencianos seguimos reuniéndonos al volver y Cristina empezó a venir acompañada de Ingrid. Llevamos treinta años de matrimonio, tres hijas y muy felices.
-¿Su mujer sigue ejerciendo la medicina?
-Mi mujer dejó de trabajar en el ámbito sanitario cuando nació mi tercera hija. Se sacrificó por la familia, lo cual le agradezco muchísimo, y cuando han sido más mayores ha vuelto al trabajo, pero en este caso al mundo de la empresa.
-Usted habla de valores, de una concepción humanista de la vida. ¿Me lo puede explicar?
-La ciencia y la tecnología son fundamentales pero sin los valores, los criterios éticos, los principios, no vale de nada, porque se puede malinterpretar y abusar. En esta vida todos tenemos que transitar intentando hacer el menor daño posible y dejando un legado positivo. En nuestra propia ciudad tenemos referentes como Adela Cortina. El humanismo, que está tan denostado, debe de ser una actitud vital; tener la tranquilidad de que tus acciones vienen dadas por el obrar bien.
-¿Ha transmitido esos valores a sus hijas?
-Las miro y estoy muy satisfecho; es cierto que hay que trabajarlo pero existe un componente de azar, y yo he tenido mucha suerte con mi familia, con mi mujer y mis hijas. Compartimos un montón de cosas, nos sentimos a gusto juntos, y también discutimos mucho, con ese sano y necesario espíritu crítico. Al final, la meta es procurar no hacer daño, no molestar.
-¿Alguna de sus hijas ha decidido tomar el mismo camino que usted?
-La mayor se decantó por el mundo jurídico y la mediana eligió Medicina; justo mañana tendría que haberse ido a prepararse el MIR. La tercera estudia Derecho y ADE, y apunta a la empresa en el ámbito internacional. Se iba a Shanghai en septiembre, pero vamos a ver qué pasa.
-¿Cómo lo ha vivido personalmente?
-Me empecé a preocupar del tema los últimos días de enero, en Budapest, y donde vi que los asiáticos iban con mascarilla. A mediados de febrero, en Madrid, me subí a un autobús para ir a la estación del AVE y oía a la gente toser. Me apeé en la siguiente parada. Probablemente, si no me hubiera bajado me hubiera contagiado. Como cónsul, al cerrar fronteras, tuvimos que repatriar a un montón de personas.
-Cónsul, presidente de la Fundación Goerlich, abogado. ¿Llega a todo?
-Encima, mis actividades están geográficamente espaciadas, ya que tengo despacho en Valencia, Madrid y Jávea. Mi tiempo está dividido en esas tres partes y estoy continuamente cambiando de chip.
-¿Se ha acostumbrado?
-A veces acabo con la cabeza como un bombo pero estoy acostumbrado ya (ríe).
-Seguro que necesita un tiempo de desconexión.
-Tengo mis sitios y mis gentes. Vivimos en Valencia y tengo casa en Jávea, y allí tenemos la oportunidad de salir al mar, navegar y hacer alguna escapada a las islas. Además, adoro las tertulias nocturnas y diurnas con los amigos de verano. En invierno voy mucho al Campo de Calatrava, donde vivió mi abuelo. Y los viajes. Me encanta conocer las arquitecturas de quienes fueron coetáneos de mi tío. Entra su mujer, Cristina Buch, saluda, escucha sus últimas palabras. «Soy la sufridora en casa, copartícipe de todas sus inquietudes... y tiene muchas». Ríe con ganas.
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