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Hay un momento de la visita por los campos de cítricos de Palmera, plantados y expuestos en un recorrido como si fueran parte de un museo, en el que Vicent Todolí se detiene y observa fijamente la rama de un árbol. Bastante enfadado, ... llama por teléfono a uno de sus colaboradores para preguntarle qué ha pasado con uno de los frutos llamado bajoura, de la familia de las cidras. Ha desaparecido. Es increíble hasta qué punto este comisario de arte, el valenciano más reconocido a nivel internacional, se sabe de memoria cada rama, cada variedad y a qué familia pertenece. Su proyecto más personal después de toda una vida dedicada al arte es para él algo muy enraizado a su propio ser, que se hunde en varias generaciones de podadores que conocían esa tierra que tanto odió de pequeño y con la que se reconcilió después de vivir en una ciudad tan dura como Nueva York. «Ahora eres uno de los nuestros», le dijo su padre cuando decidió comprar un campo junto a la finca familiar. Un lugar que habla de un sueño que no todo el mundo entiende y que de momento no se puede sostener económicamente.
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-¿Entienden en Palmera lo que hace aquí?
-Supongo que habrá de todo. Habrá quien piense que soy un loco, o un romántico, porque muchos entienden que el progreso es sólo cemento. Pero tampoco me lo planteo.
-Usted sigue trabajando en el mundo del arte.
-Mi trabajo principal está en Milán, donde soy director artístico de la Pirelli HangarBicocca. Tengo muchos compromisos, varias inauguraciones los próximos meses. En realidad, el arte es lo que me permite mantener esto.
Abre los brazos como si intentara abarcarlo todo, mientras se escuchan varios gallos al fondo, el agua correr en un estanque, como en los jardines de los Médici, y entre medias su voz, con el acento cerrado de la Safor. Su mente va rápida y quiere acompasar la charla a sus pensamientos, por eso es difícil seguirle entre palabras técnicas e ideas a medio desarrollar. «A veces no me entiendo ni yo», bromea.
-¿Es el arte para usted el trabajo real?
-No. Yo hago lo que quiero porque me apetece. Dejé de trabajar el día que me fui de la Tate Modern, y ahora sólo hago las cosas que me dan placer. Lo que no, paso. Yo ya pagué mi deuda con la sociedad como director de la Tate. Me jubilé cuando dejé Londres porque había un 80% del trabajo que no me gustaba, que era de organización y de gestión. Ahora he conseguido centrarme solo en el arte, y no en lo que hay alrededor.
En una entrevista en LAS PROVINCIAS hace unos años, contó cómo él en realidad no quería ser director del museo londinense, que lo que quería eran unas obras de Bacon para exponer en Portugal, donde trabajaba entonces. Sí le dio la Tate un prestigio social y profesional que le ha permitido decir muchas veces que no. Y lo hace.
-Es un buen lugar para pasar un confinamiento.
-No echaba de menos el mundo exterior, solo que hacía instalaciones de exposiciones por zoom. Por lo demás, pasarlo aquí fue increíble porque estoy convencido de que yo intentaba salvar la tierra y la tierra me salvó a mí. Ella siempre te compensa. Y la única solución para el cambio climático, para nuestra extinción como especie, es salvar la tierra.
-La gente del pueblo es distinta a la que conoce cuando se mueve entre el arte.
-Siempre he conservado la relación con la gente del pueblo, la que me preguntaba qué era un museo, que si yo me dedicaba a colgar cuadros en las paredes. Mi padre era así, no quería saber nada de lo que ocurriera en las ciudades. Pero a mí me interesa mucho la forma distinta en que ven el mundo. Y sigo en contacto con mis amigos de la infancia, con esos que nunca han pisado uno de los museos que he dirigido, pero que a mí me parece que es gente real.
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-¿Hay mucha gente que no es real?
-Sí, la hay. Real es que está enraizada, que tiene pasiones, vocación, algo que expresar y algo que aportar.
-¿Al cabo de los años, ha sabido qué vocación era la suya?
-La curiosidad. Hay muchas cosas que me interesan, y todas las investigo. También hay otras que no me interesan, por ejemplo los números. Yo tengo muy claro lo que me interesa y lo que no.
-Dice que no se jubilará nunca. Pero también sabe que esto le sobrevivirá.
-Cuando plantas un árbol no lo plantas para ti, lo plantas para las siguientes generaciones. Yo estoy disfrutando de este árbol que no planté yo.
-Su padre estaría contento.
-Yo creo que sí, estaría orgulloso. De hecho fue el que me dio la idea de comprar los primeros terrenos, los que tengo en la Vall de Gallinera, en una zona de olivos.
-Ha contado alguna vez que allí no tiene luz eléctrica, ni wifi. ¿Va todavía a alejarse de todo?
-Sí, aunque no tanto como me gustaría. Es un paisaje muy particular, un lugar tranquilo, histórico, donde no sabes muy bien si estás en el siglo XXI o en el XVI.
-Nunca le han gustado las nuevas tecnologías... tampoco el teléfono.
-Yo no cojo el teléfono, si alguien quiere hablar conmigo tiene que contactarme por escrito. Hace poco me acordé que mi padre hacía lo mismo. Que cuando estaba en casa solo y sonaba el fijo nunca lo cogía. Decía: «si tienen interés ya volverán a llamar cuando esté tu madre». Y le molestaba muchísimo si lo hacían a la hora de comer o de cenar. A mí me corta la concentración, me desestabiliza.
Cuenta que le horrorizan las redes sociales, que entiende que las instituciones lo usen para publicidad, pero le parece un horror eso de mostrar su vida como en un escaparate. Es más, reconoce que le encanta estar solo, en su mundo, donde se dedica a leer, a investigar, a satisfacer esa ingente curiosidad que nunca se acaba porque su cabeza siempre bulle de proyectos e ideas, ahora ampliar su huerto con variedades que son familia de los cítricos. Todavía se acuerda cuando su abuelo jugaba con él y decía: «este xiquet es un 'preguntaor'».
-¿En qué momentos se da el lujo de perder el tiempo?
-Cuando estoy aquí. Pero en realidad yo no tengo la sensación de estar perdiendo el tiempo aunque esté tumbado mirando tres horas las palmeras. Es tiempo ganado. Sí es perdido cuando una comida se alarga demasiado.
Se reconoce incluso un maleducado, que puede dejar a sus invitados solos e irse a dormir si la sobremesa se alarga demasiado. Con el tiempo las manías se le han ido acentuando, lo sabe, y cuando va de viaje se aloja siempre en los mismos hoteles y se lleva su propia fruta. Todolí es un verso suelto, una genialidad que quedará en la memoria de las siguientes generaciones, como sus cítricos.
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