Vicente Muñoz Puelles quería ser el autor en mayúsculas de una historia como la de 'Madame Bovary', que a Flaubert le costó varios años completar. Sin embargo, el éxito le llegó con 'Óscar y el león de Correos', un relato de treinta páginas para niños que cuenta un episodio de su propia infancia, que escribió por primera vez con doce años y luego rehizo con final feliz de mayor. «Me dieron el premio nacional de literatura infantil en el parador San Marcos, donde estuvo preso Quevedo». Así que su recorrido como escritor ha ido basculando entre las historias que le encargaban y las que él quería contar, que «le interesan a mucha menos gente». Lo cierto es que la vida del valenciano, la de su familia, está llena de episodios apasionantes, que él va repasando en la entrevista y ha ido novelando a lo largo de su trayectoria, tecleadas ahora en las estrecheces de su cuarto, donde la silla está situada en el poco espacio que queda entre la mesa y la cama. Ese deseo que todos tenemos de trascender ha quedado en Muñoz Puelles más que cumplido, y no solo por los libros que llevan su nombre en el lomo y un retrato en la solapa. «Escribí una novela sobre Shakespeare y su infancia es la mía», ríe. Se divierte con esas licencias que le ha permitido a una imaginación desbordante que parece tener vida propia. Hablamos en una especie de invernadero que huele a orquídeas y a tierra mojada en su casa en una calle sin salida del Vedat de Torrent, donde solo se escucha el ronroneo de un gato durmiendo en un sillón y los pasos de otro caminando por el techo traslúcido. Ninguno es Julieta, la protagonista de la historia de 'La gata que sabía escribir', aunque cerca de Vicente Muñoz Puelles hasta las orquídeas podrían llegar a ser protagonistas.
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-Qué difícil vivir de la escritura.
-Hay una parte mercenaria y otra más libre y creativa, y hay que intentar equilibrarlas, pero no es fácil. Cuando era joven había novelas que podía tardar un par de años en hacer, pero me di cuenta de que no me lo podía permitir. Lo que procuro es que los trabajos comerciales se me parezcan también, y no llevarle nunca a un editor algo que no me guste, porque tengo la convicción de que si no me gusta a mí no le va a gustar a los demás.
-¿Qué le inclinó hacia los libros?
-Yo lo que quería era contar historias. Cuando era pequeño tenía la sensación de que me prolongaba con los libros. Eran los únicos juguetes que tenía, me parecía asombroso pasar las páginas, ordenarlos de distintas formas, incluso que me arropasen. Además, eran mis mejores amigos. Me di cuenta de que me era fácil leer y escribir, y escribí mi primera novela a los doce.
-Sé que tenía una biblioteca enorme.
-La biblioteca de mi abuelo, que se llamaba Ricardo Muñoz Carbonero y fue médico, era enorme, aunque muchos libros fueron vendidos, incluso los que le había dedicado Blasco Ibáñez, y otros requisados durante la posguerra. Tuvo dos hijos, Ricardo Muñoz Suay, el cineasta, y Vicente, mi padre.
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-¿A qué se dedicaba su padre?
-Fue una persona que tuvo muchas dificultades y no consiguió sus objetivos, porque lo que a él le gustaba era escribir, pero tuvo que ganarse la vida de otra forma. Montó una fábrica de hilatura de amianto y tuvo que retirarse porque enfermó de asbestosis, una enfermedad en la que los pulmones se vuelven rígidos. Fue a partir de aquel momento cuando se dedicó a escribir y llegó a ser finalista del Planeta, y el día que murió llamaron para notificarle que le habían dado el premio Blasco Ibáñez. No llegó a saberlo, pero fue un alivio. Le hubiera encantado.
-Su abuelo tuvo una relación muy estrecha con Blasco Ibáñez.
- Mi abuelo era médico, un gran vividor como lo fue Blasco. Fueron muy amigos, se veían con frecuencia y comían paellas de noche, al salir del teatro. Eran de buen apetito, de barrigas opulentas y fumadores de puros, y los dos lo pagaron, porque acabaron siendo diabéticos. En 1928 un empresa sedera hizo una 'senyera' para mi abuelo y otra para el Real Colegio de la Seda, y mi abuelo la prestó para que cubriera el ataúd de los restos de Blasco Ibáñez, tanto en Menton (Francia) como en Valencia.
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-¿Qué pasó con aquella 'senyera'?
-Durante mucho tiempo la tuve sobre un armario y cada vez que me despertaba la veía allí encima, enrollada, y tenía un gran dolor de conciencia. Es que pesaba mucho y no cabía en ningún lugar. Esto lo he contado en una novela que se llama 'Las desventuras de un escritor en provincias'. Ahora la 'senyera' está en el museo Blasco Ibáñez.
-Vaya historias apasionantes...
-Es verdad que tengo la sensación de que he convertido toda mi vida en varias novelas. Y cuando estás acostumbrado a sacar de donde no hay, más todavía. Además, por parte de mi familia materna no es menos fascinante.
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-Cuénteme.
-Mis abuelos fueron maestros durante la República en el norte de España, tuvieron siete hijos, cada uno nació en un lugar diferente, y cuando llegaron a Gijón se juntaron sus destinos. Como eran republicanos, en la Guerra Civil cuatro hijos, que tenían entre cuatro y once años, se fueron a Rusia juntos. Es la única familia que mandó tantos hijos, y los cuatro volvieron veinte años después. Mis abuelos también tuvieron que escapar, llegaron a Francia pero como la guerra no había acabado los franceses les obligaron a volver a entrar, y se instalaron en Valencia. Él tenía la columna dañada por una caída de caballo en la guerra de África, y parece que influenciado por la portada de la novela de Blasco Ibáñez 'Entre naranjos', que le transmitió la sensación de que el clima de esta tierra le podía curar. Se instalaron con dos hijas, una de ellas mi madre, que entonces tenía unos doce años. Mi abuelo murió al cabo de un mes y mi abuela se quedó sola. En 'La guerra de Amaya', que es mi madre, cuento la historia, que encontré en un diario que escribía. Lo descubrí cuando ya había muerto.
-¿Qué papel ha jugado su mujer en toda esta búsqueda de la identidad?
-Tengo que decir que mi mujer es prima mía. Ella es hija de uno de mis tíos que se fueron a Rusia, nació allí y su madre era rusa. Así que no es raro que escriba.
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-¿Ella le ha entendido?
-Ella me alentó desde el principio, porque tiene ese lado un poco aventurero, de correr riesgos. Es que yo, aun sabiendo que tenía el don de la escritura fui siempre más cauto y he tenido miedo de equivocarme. Ahora ya no, ahora es el contrario.
-Encontró un propósito. ¿Cree que lo ha logrado?
-Debo decir que soy enormemente feliz. No me han salido bien las cosas pero he entendido todo, las piezas me encajan. Y sé por qué he fallado, como si lo viera a través de un zoom. Para mí la única dificultad es que tengo muchos más proyectos que tiempo me queda para realizarlos, y esto es un poco fastidioso, porque es como un tirador al que le quedan pocas balas y tiene que asegurarlas. Eso no es la manera de actuar de un escritor, porque al menos yo necesito aventura y riesgo. Y cuando me llama un editor y me pregunta cómo va, le respondo que estoy a punto de terminar y a veces es entonces cuando empiezo, porque me gusta esa urgencia que sientes que te impide dormir.
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-Procrastinar se llama, ¿verdad?
-Yo creo que es parte del juego, y que ellos lo saben, que es hora de llamar a Vicente para que dentro de un mes lo entregue. Siempre queda el recurso de pensar que los demás son malvados, y que te acosan… (ríe). Mi propio temor es un juego, y cuando has escrito tanto no tienes la misma sensación de realidad que tienen los demás. Estoy acostumbrado a trabajar como en varios niveles de conciencia. Es apabullante. No me harían falta nunca alucinógenos, porque yo mismo los fabrico mentalmente.
-¿Le cuesta volver a la vida real?
-Es difícil, pero lo hago tantas veces cada día… Antes yo escribía en la casa de al lado, y cuando volvía tenía que avisar, porque mi mujer tenía un fusil y permiso de armas. En ocasiones tenía la sensación de que era un furtivo, y que no sabía bien quién era, después de estar todo el día representando otros papeles. Porque escribir es como ser un actor.
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-¿Por qué decidieron instalarse en una urbanización?
-Valencia no nos pareció una ciudad para niños. Vivíamos en Fernando el Católico, y pensamos que este lugar era más acorde a ellos. Chocó un poco con lo que yo debía haber hecho. Baroja siempre decía que si quieres triunfar como escritor has de ir a Madrid y ponerte en cola. Así es. Pero yo aquí estaba cómodo.
-Fue parte del Consell Valencià de Cultura. ¿Cómo recuerda aquella época?
-Me lo tomé muy en serio. Hacía casi todos los informes y para mí era un entrenamiento para escribir de todo, porque igual lo hacía de enfermedades infecciosas, de fracking o de fósiles. Estuve bastante tiempo, pero me hubiera gustado estar más; fue muy dolorosa la separación porque no la esperaba. Era mi relación con Valencia, porque al ir me obligaba a disfrutar de la ciudad de nuevo. Ya no voy, también por la pandemia...
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