![Restaurante Arrels | Vicky Sevilla: «Había días que lloraba al emplatar»](https://s2.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202103/01/media/cortadas/vicky-reboost-kY3B-U130683572137mIG-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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Hace ya tiempo que dejó de ser una joven promesa. Su cuerpo menudo, la cara de niña y el pelo alborotado le han provocado a veces situaciones incómodas. Su edad engaña, pero ella se reivindica con seriedad: «Llevo diez años en las cocinas». Vicky Sevilla, propietaria del restaurante Arrels, ha roto todo tipo de estereotipos. Poco tiempo de sueño y muchas horas entre fogones le han granjeado un abultado bagaje... y aún le queda mucho camino por recorrer. Su vida está basada en las oportunidades. O lo coges o lo dejas. Y Vicky se apuntó a todo.
Su padre dice que de pequeña los psicólogos le comentaron que llegaría donde quisiera, que era muy inteligente, pero Vicky tenía otros planes. «Los estudios siempre los sacaba bien, lo que pasa es que no quería seguir estudiando». Entró en el bachiller artístico y el primer año suspendió dos asignaturas sin entrar en clase. Fue una mala época para ella a nivel personal. Justo en ese momento pasó el primer tren: una amiga le propuso ir a Formentera. No se lo pensó ni un segundo y se subió a él. A los pocos días ya estaba metida en una cocina. «No puedo decir que me enseñaran a cocinar mi madre o mi abuela; me encantaba comer y aprendí a hacer macarrones por pura gula». Ese era el único conocimiento gastronómico de Sevilla.
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Su primer día lo tiene grabado a fuego... y nunca mejor dicho. «Me ordenaron que pusiera algo en el horno y que lo sacara cuando sonara el pito. Estaba tan nerviosa que cuando sonó saqué lo que había dentro sin nada en las manos. Me salió una enorme bambolla», explica entre risas. Pero allí aprendió mucho, sobre todo a sacarse las castañas del fuego. «Un día le pregunté a una chica que cuándo se salía. Su respuesta ha sido un lema que he seguido siempre. Me dijo 'mira, en cocina es la ultima vez que lo preguntas. Aquí se sabe la hora de entrada, pero no la de salida'».
El trabajo en Formentera era intenso, con 300 personas para comer y otras tantas para cenar. Allí el reloj no se miraba, se trabajaba unas 16 horas. «Aprendí a buscarme la vida. Siempre digo a la gente que quiere entrar en cocina tiene que romper la mano en las islas. Te dará unas tablas para solucionar cualquier problema que se te presente».
Pero no todo en esa época fue maravilloso. Tenía un jefe en cocina que se tomaba la cocaína a cubos y cuando le daba el bajón saltaban todas las alarmas. «Comenzaba a insultar a todo el mundo. Recuerdo que había días que lloraba al emplatar porque no era nada agradable lo que decía. Llegué a perder 13 kilos». Aguantó todo eso y más. En su mente tenía lo que siempre le decía su madre. «Venía de ser una ni ni y ella tenía miedo de que cayera en lo mismo, así que me dijo que hiciera lo imposible para que no me echaran».
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Lo tenía todo en contra. Su casa no era un hotel de cinco estrellas. Vivía con cuatro personas más en 36 metros cuadrados. Dormía en el comedor sobre un colchón que descansaba sobre palés y su armario estaba hecho con cajones de naranja. Estas incomodidades tampoco la amilanaron. «Soy la persona de ahora gracias a que me fui a Formentera. Ahora puedo decir que trabajo en lo que me gusta».
En las Baleares estuvo dos temporadas. Al regreso de la primera entró a trabajar en un almacén de cítricos porque no quería estar parada y de ahí pasó a la taberna Ca'l Cuc. Tras su segundo periplo decidió estudiar cocina en Castellón. Ahí llegó la locura. Se levantaba a las seis de la mañana para ir a la escuela de hostelería y después se iba a un restaurante en Nules de jueves a domingo hasta las dos de la madrugada. Fue una etapa de empalmar trabajos y pocas horas de sueño. «Pasé de ser una 'ni ni' a una 'to to', como dice mi madre», apunta risueña. Cuando acabó los estudios su siguiente parada estaba en Elche, en La Finca de Susi Díaz. Los restaurantes Gadus, La Salita y Saiti llenaron aún más su mochila y le abrieron la mente para lanzarse al vacío y abrir su propio restaurante.
Su sueño era ir andando hasta el restaurante. Ya había pasado demasiadas horas encima del coche. Pero no lo tuvo fácil. Primero se fijó en su pueblo, en Quart de les Valls, pero allí no había nada. Después buscó en Quartell, que es donde vive con su mujer. Allí localizó una estructura de una casa por hacer e hizo una oferta. «Me pidieron 30.000 euros en negro, pero yo no tenía ni negro, ni blanco ni ningún color. Al final me quité la ilusión de ir caminando hasta el trabajo y busqué en otros pueblos», explica.
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La búsqueda le llevó a Sagunto. Allí le apareció el segundo tren de su vida. Localizó un local que eran las antiguas caballerizas del Palacio de los Duques de Gaeta, del siglo XVI. Tampoco dudó. Arriesgó y se subió a él con tan solo 25 años. «Me gasté más dinero en la reforma que en el propio traspaso, pero gracias a un préstamo del ICO conseguí abrirlo. En la vida todo me pasa por casualidades; lo de Formentera, el local... pero hay que tener decisión para aprovecharlas», explica orgullosa.
Tres años después de esa determinación, Vicky echa la vista atrás y reconoce que las horas que ha dedicado a la cocina, con sus errores y aciertos, han valido la pena. Sobre todo después de que fuera nominada como cocinera revelación en Madrid Fusión y obtuviera también un Bib Gourmand. Ahora, mientras cuenta los días para abrir de nuevo el restaurante, dedica gran parte de su tiempo a su otra pasión: su hijo de seis meses. Su batalla en estos momentos es con los pañales y las cremas. Y es feliz.
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