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«Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria». Estas palabras de la poeta americana Louise Elisabeth Glück han perseguido a María José Martínez toda su vida. Me las recita porque sabe que reflejan a la perfección su cocina. La memoria está presente en cada uno de sus platos. Para la copropietaria del restaurante Lienzo, los recuerdos evocan felicidad, la misma que vivió de pequeña con sus abuelos.
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Porque fue allí, entre vacas, gallinas, árboles frutales y todo tipo de verduras, donde llenó una mochila de sabores y aromas. «A los tres años ya hacía cordiales, tortas de pascua o sopas de ajo junto a mi abuela. En su casa nos juntábamos todos en torno a una mesa con una buena comida y disfrutábamos mucho. Y yo siempre he visto la cocina como ese momento de crear grandes experiencias. No considero que los cocineros seamos estrellas de rock, sino que intentamos crear bonitos recuerdos en un restaurante», explica. Precisamente por eso, cuando prueba un plato que le transporta a su Alhama de Murcia natal la cabeza le explota y le llena de nostalgia.
Pese a ese amor por la cocina que ya circulaba por sus venas, María José entró en Químicas. En un pueblo pequeño como el suyo, el hecho de estudiar una carrera casi equivalía a que te hablaran de usted por la calle. De esa época de estudiante lo que más tiene grabado fueron las cenas de los jueves. «A mis amigos les hacía pollo almendrado con hojaldre y platos de caza y se chupaban los dedos. En mi piso de estudiante no se hacía botellón, allí se comía, y eso me llenaba mucho». Ahí se dio cuenta de que su futuro no estaba en un laboratorio. Pero faltaba lo más difícil, decirlo en casa. «Quisieron quitármelo de la cabeza. Mi padre estaba muy enfadado, no entendía mi decisión, pero ahora parece un comercial del restaurante repartiendo tarjetas allá donde va», recuerda.
Con la decisión ya tomada, a María José se le abría un mundo hasta ahora desconocido. Comenzó sus estudios de FP enfocados a la cocina mientras lo compaginaba con el trabajo nocturno en una empresa cárnica para pagárselos. En esa época conoció a Juan José Soria. Ella aún no lo sabía, pero con el tiempo las risas y confidencias llegarían a buen puerto. Con la teoría aprendida, quedaba ponerla en práctica. «Por mucha base que uno tenga, cuando se aprende de verdad es trabajando», explica. Así que comenzó en los restaurantes de profesores los fines de semana. Un grito de ayuda de su tía en la lavandería le dejó fuera del circuito gastronómico durante cuatro meses. Pero María José siempre se ha divertido en todo lo que ha hecho. «Un día iba con la furgoneta hasta arriba de bolsas con manteles y sábanas de hoteles y como iba tan liada se me olvidó cerrar la puerta. Cuando llegué a la rotonda se me salieron casi todas», relata entre risas. Porque así es esta cocinera, siempre con la carcajada en la boca y un sinfín de vivencias que siempre guarda en su mochila.
Durante ese tiempo, su 'amigo' Juanjo le llamaba con frecuencia para decirle dónde estaba trabajando y si quería incorporarse. Al final, probó en un restaurante que tenía un salón de banquetes y un gastronómico y se quedó. Fueron años duros de trabajo y de un intenso aprendizaje. Pero también del amor. María José dejó a su novio y Juanjo vio el camino libre. «Aprovechó el momento y, pico pala pico pala, hasta ahora». La siguiente parada les llevó hasta Barcelona, donde querían formarse de la cocina clásica francesa. No tenía nada que ver con lo que habían hecho hasta ahora, pero se lanzaron a la piscina.
«Aquí la gente viene a comer una filosofía, quiero que reflexionen conmigo sobre los productos», explica María José Martínez. No es un discurso machacador, sino que intenta explicar al comensal por qué usan conejo y cordero o los motivos que les llevan a no emplear tomate todo el año. «Ofrecemos el mensaje de qué se hace mal en el mundo de la alimentación. Hay gente que sale de aquí pensando en qué productos ha tomado y seguro que cuando vaya al supermercado evitará ciertos tipo de alimentos».
Completado el ciclo catalán, ponen rumbo a Valencia, donde María José estuvo en el restaurante El Poblet de Quique Dacosta y Juanjo siguió con sus estudio. Pero llegó el día que tanto habían anhelado y ante ellos se les presentó el proyecto de Lienzo. «Buscaban a alguien que llevara la cocina y la sala. Llevábamos mucho tiempo trabajando para otras personas, habíamos aprendido mucho y nos lanzamos». Se tiraron a una piscina sin saber si había un dedo de agua. Lo hicieron con dudas, pero sin miedo.
Lienzo era en aquella época un bar de tapas. Aunque María José ya tenía en su mente el camino que iba a seguir, pero no quiso correr. Había que hacerlo paso a paso. «Empezamos también con tapas más actuales y funcionó, pero al final nos aburrimos, así que hablamos con los socios de hacer un cambio radical, una idea que también les gustó». Ahí comenzó un sueño. Poco a poco se fue remodelando el local hasta lo que es ahora y se fue formando un equipo que compartía su misma visión, donde ella está a los mandos de la cocina y Juanjo de la sala.
Su pasión por la gastronomía ha unido aún más a la pareja, que pasa las 24 horas juntos, una circunstancia por la que muchos se llevarían las manos a la cabeza. «Nos llevamos muy bien y siempre hemos respetado el espacio del otro. Si en el restaurante uno dice blanco y el otro negro acabamos en un gris, porque ambos buscamos lo mejor para el negocio. Eso sí, la decisión se toma antes de salir del restaurante, no en casa».
Su cabeza siempre está a pleno rendimiento. Para ella nunca es tarde si la idea es buena. El ejemplo lo tiene en casa. Su madre se lanzó con 50 años a estudiar una carrera que acabó hace poco. En la fiesta de graduación no pudo contener la emoción de orgullo y gritó: «Esa es mi madre».
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