![Bernd Knöller, Riff | El alemán más valenciano](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202207/14/media/cortadas/1446732858-Rr47tT7fZ3ActLfW2sRFRGO-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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Hace más de veinte años que visitó en Francia el triestrellado restaurante de Alain Passard y probó un chuletón de cordero. Pese al tiempo que había pasado, Bernd Knöller recordaba perfectamente su textura y sabor. Tanto que cuando llegó a su restaurante su cabeza ... no pensaba en otra cosa. «Tenía una espinita clavada que me quería sacar». Para conseguir animales que dieran ese sabor, este altísimo alemán más valenciano que las propias Fallas, habló con el ganadero que le proporciona los corderos y le dio certeras instrucciones: «Quería animales de 27 kilos, pero con ese peso el sabor es muy fuerte, así que había que castrarlo antes de que las hormonas aparecieran. Además, le comenté que debía hacerlo con gomas en lugar de haciendo un corte», explica orgulloso. Así de cabezón es. No para hasta conseguir lo que busca y el tiempo no es un impedimento.
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El Mercado Central es su refugio. Allí acude cada mañana. Lo que ofrecen los numerosos puestos le ayudan en la confección de platos. Los boquerones, sardinas, anguilas o hierbas le gusta comprarlos en poca cantidad para que no pierdan un ápice de frescura. Adora entablar conversación con los vendedores y preguntar por nuevos ingredientes que puedan realzar su cocina. El recorrido siempre pasa por el mismo sitio: Retrogusto, donde Martina siempre le prepara un café doble. Un gran descubrimiento para él, pues siempre había pensado que era malo para el corazón. Su despensa no sólo se llena de este mercado, sino que también le encanta ir a las subastas y, sobre todo, el ambiente que allí se crea.
La cocina del restaurante Riff es eminentemente mediterránea. Hizo sus pinitos con otros platos más viajados, pero se dio cuenta de que la esencia que buscaba se encontraba en las tierras que bañaban las aguas tranquilas de este mar. Y todo ello pese a que su bagaje culinario es eminentemente europeo desde que con 15 años entrara en la cocina del hotel Ochsen, en el sur de Alemania. Pronto daría el salto a Inglaterra y acabaría en el Grosvenor Hotel, donde el jefe de cocina, Gilbert Schneider, provocaría en él una epifanía. Le hizo ver que la cocina no sólo era esfuerzo y muchas horas de trabajo, sino que también estaba la posibilidad de crear como forma de expresión. De nuevo Alemania y después Suiza fueron sus siguientes destinos... hasta que decidió parar. Pero no se estuvo quieto. Con la cocina aparcada, decide crear una empresa de teatro en Italia, donde conocería a su primera mujer. También se ocupaba de cuidar a personas en su casas a través de Cáritas. Superada esa etapa, su siguiente destino era España, pero no sabía en qué ciudad. Tras pasar por Segovia, donde se dedicó a ordeñar vacas, se decantó por Valencia. Estaba destinado, pues su cumpleaños es el 19 de marzo. Hasta allí llegaron en un destartalado Mercedes que le costó 500 euros, todo el dinero que le dio su abuelo por su cumpleaños, pero la bienvenida no fue alentadora. «Llegamos a la playa de la Malvarrosa de noche y cuando aparqué un hombre me decía que no apagara las luces. No entendí el porqué hasta que lo vi pinchándose delante de nosotros», ríe.
Y es que Bernd ya es tan valenciano que ha interiorizado hasta la socarronería de esta tierra. Sino que se lo digan a los organizadores de una serie de conferencias, que aún están asombrados con el título que eligió Bernd para la suya: 'Echando polvos'. Como le dijeron que era atrevido, decidió cambiarlo por 'Echando polvos en la cocina'. No le volvieron a llamar más.
Ya en Valencia, comienza a trabajar en Ma Cuina hasta que cerró. Fue dando tumbos hasta que la cosa se puso seria, sobre todo tras nacer su hijo el 7 de marzo de 1992, así que decide aceptar la oferta que había rechazado hasta el momento en la pizzería Sorrento. Eso sí, puso condiciones insoslayables: que su mujer e hijo comieran allí con cocineros y camareros, que le compraran una máquina para hacer pasta y que quitaran de su vista las flores de plástico que adornaban las mesas.
Su primer éxito personal sería en el restaurante Gran Azul, donde ya evidenciaba su cocina. Pero a Knöller le encanta soñar y un día se levantó en Nueva York con un nombre en la cabeza: Riff, que significa arrecife en alemán. Él lo considera un acierto, pero su hija no piensa lo mismo. «Ella me dice: A ver papá, cómo es posible que tengas un caballo que se llama Rayo, una hija que se llama Nora, le pones Riff al restaurante y no sabes pronunciar la letra r», explica Bernd mientras no puede rerpimir una sonora carcajada.
Abrió sus puertas justo un día antes de que el mundo cambiara: 10 de septiembre de 2001, veinticuatro horas antes de que dos aviones se estrellaran contra las Torres Gemelas. Aferrándose a la cocina mediterránea porque considera que aún tiene mucho que decir, Bernd ha convertido la tradición en vanguardia y nunca falta un pase de arroz en su menú, pero eso sí, cargado de sabor y creatividad. Los inicios siempre son duros, aunque el Riff conseguiría ocho años más tarde una estrella Michelin, que ha mantenido siempre.
Su secreto no es otro que divertirse a la cocina. Para ello empieza por el personal, al que cuida con mimo. De hecho, les obliga a ir en zapatillas que él mismo compra y no llevan traje para evitar formalidades incómodas. Todos comandados por Paquita, jefa de sala, la que de verdad manda en el Riff, asegura Bernd. El otro pilar básico es la calidad de los productos que utiliza en la cocina. Por eso, pese ha que ha quedado exonerado de toda culpa, aún le sigue dando vueltas a cómo pudieron llegar setas, en teoría frescas, a su restaurante que su proveedor ubicaba en León pero que en verdad venían de China. Una mujer falleció por una reacción y, aunque su abogado le insiste en que ya está todo cerrado, medita embarcarse en una cruzada para que las setas, al igual que todos los alimentos, tenga también una trazabilidad precisa.
Pese a ser un currante nato, Bernd también es un disfrutón. No duda en pasarse horas en un avión para sentarse en una mesa de Hong Kong, Tokio o San Francisco. Pero para él los placeres también los tiene cerca. En ese café doble del Mercado Central o en la cerveza sin pasteurizar que Bárbara y Giovanni sirven en Ruzanuvol, su bar preferido. También adora ir al huerto a recoger las verduras que necesita para cocinar y, sobre todo, montar a su caballo Rayo siempre que puede. Mataría por un 'strudel' de su abuela de Berassabia, pero una buena ostra también le vuelve loco. De hecho, de joven no podía permitirse este molusco que se exponía en mostradores en Francia, pero ya con dinero en el bolsillo se machó de nuevo al país galo y se pidió una bandeja con 18 ostras. Cuando el camarero le preguntó si quería postre Bernd respondió: «Claro, tráeme otra bandeja de ostras».
Su cabeza es una auténtica Wikipedia de sabores e ingredientes, pero sobre todo de historias. Con Bernd los minutos se transforman en horas. Conversar con él, sobre todo si hay una botella de vino del Jura encima de la mesa, es felicidad pura, porque él te contagia la suya. Es de esas pocas personas que te aportan, nunca te quitan. Por ahora no quiere pensar en una jubilación, pero es consciente de que ese día llegará y está asimilando esa futura situación. Pero mientras ese día llegue, seguirá riendo en su cocina y disfrutando de los pequeños placeres: el café de Martina, la cerveza de Ruzanuvol, los paseos con Rayo o la tranquilidad de las montañas turolenses del hotel la Torre del Visco de Fuentespalda. Porque el sueño de Bernd es ser feliz.
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