Se intuye la sonrisa de Andrés Alfaro bajo la mascarilla, que luego muestra sin ambages al quitársela para las fotos, con un punto de timidez que todavía le queda después de tantos años de cara al público en aquella tienda de maravillosos muebles que regentó en la calle del Mar. Como intentando no destacar, con su chaqueta de punto y sus vaqueros, algo desgastados en el bolsillo trasero que ocupa el lugar estable del móvil, y con pocos artificios, como esas casas que diseña junto al arquitecto Fran Silvestre, donde solo hay líneas puras y blancas. Hemos quedado con él en el Espai Alfaro de Godella, el mismo lugar donde su padre, el escultor Andreu Alfaro, tenía su taller, ahora convertido en estudio, aulas y museo, en una oda a lo industrial que ya comenzó el artista y ha seguido en el ADN de Andrés. Y, para muestra, su colección histórica de electrodomésticos, recogida entre rastros y casas vaciadas, fascinado por las soluciones de ingeniería y diseño que han ido aplicándose a los productos más cotidianos del hogar. Un lugar fascinante con neveras de patas victorianas y televisores con forma de casco de astronauta.
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-Creció con un padre escultor y se convirtió en interiorista. Acabaron trabajando en un mismo espacio. ¿Cuánta relación hay entre los dos?
-A veces me preguntan algo que a mí me parece banal, y es el hecho de no haberme dedicado a lo que hacía mi padre. Ser escultor, la actividad artística, lleva implícita una forma de pensar, de actuar, y mi padre nunca quiso ser un ejemplo ni una referencia para nosotros. Es más, su trabajo diario lo mostraba poco a la familia, quizás sí los resultados. Así como mi madre sí tuvo una influencia mayor en él y su opinión la tenía muy en cuenta, siempre fue receloso de su trabajo con el resto.
-Su padre estudió en una escuela que pertenecía a la Institución Libre de Enseñanza, ¿Cómo era la familia en la que creció?
-Era una familia republicana y anticlerical, y eso hizo que le llevaran a un colegio, como dice, donde existía una forma revolucionaria de entender la educación, mucho más participativa y dialogante. Sin embargo, su padre era un comerciante de ganado que tenía una carnicería en Valencia y entendía que el primogénito se tenía que dedicar al negocio familiar. En eso era muy tradicional. Le tocaba a mi padre, pero desde luego a él no le interesaba para nada. Durante un tiempo estuvo compaginando las dos cosas, carnicería de mañanas y escultura por las tardes, en una especie de pluriempleo que le duró mucho tiempo.
-Su madre, además, era hija de alemanes.
-Mi abuelo, después de huir de Alemania en los años veinte, fue el fundador de la empresa Hofmann y junto a mi abuela pertenecían a la numerosa colonia de alemanes en Valencia. Ella quería que mi madre se casara con alguien de la misma nacionalidad, pero conoció a mi padre y se casaron muy jóvenes, quizás por las ganas que tenían de vivir juntos. Con los años, tras una exposición en Barcelona que había funcionado muy bien, se fueron a vivir a Rocafort, donde encargaron el diseño de la casa a Emilio Giménez. Mi padre le dio carta blanca y aplicó todas sus revolucionarias ideas, empezando por el color, que era chicle. La hemos vendido, mal que nos pese... Además, viajaban muchísimo y pudieron tomar el pulso a la modernidad fuera de España. Yo viví con esa estética, y me influyó mucho.
-¿Qué le queda a usted de alemán?
-Posiblemente tengo algo de cultura alemana, por lo que he visto en casa. Además, estudié en el Colegio Alemán, pero le tengo que decir que no tengo buenos recuerdos de aquella época. Era muy mal estudiante y me dispersaba mucho, quizás tenía hiperactividad, aunque entonces no se prestaba atención a ese tipo de cosas. Pero es que llegábamos a las ocho, salíamos a la una y media, a las cuatro y media entrábamos de nuevo hasta las siete y media, y los sábados también. Cuando alguien me cuenta qué feliz era en el colegio... yo no lo fui. Además, era un centro que clasificaban a los niños, desde pequeños, en grupos según las notas. Imagine en qué grupo estaba yo.
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-Pero ha conseguido triunfar en su profesión. ¿Sabía lo que quería?
-Me gustó desde siempre el interiorismo, pero no había estudios en Valencia y me decidí por la Arquitectura Técnica. Sin embargo, no lo terminé porque antes de licenciarme ya estaba trabajando.
-Usted, que lleva una dilatada carrera profesional, ¿está satisfecho con el recorrido que ha hecho en todos estos años?
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-Sí, pero no crea que no me ha costado encontrar mi lugar. Cuando empiezo a trabajar, Valencia era una especie de hervidero, una ciudad en ebullición donde la arquitectura que se hacía, la oficial, como el edificio de la Conselleria de Educación, o el del Ayuntamiento demolido en la avenida de Aragón, no me gustaba nada. Siempre me he encontrado incómodo en lo de ir a la moda, y encontrar tu identidad no es fácil si el entorno no ayuda. Mi padre siempre decía que él nunca había seguido las tendencias. Cuando empecé con Fran (Silvestre) vi que había encontrado lo que buscaba. Hasta ahora, mi relación no ha cambiado, y eso que han pasado ya muchos años.
-¿Dónde encuentra usted la belleza?
-A todo el mundo le gusta estar rodeado de cosas que le gusten, pero la belleza no es algo sofisticado ni tiene por qué ser caro. A mí me fascina contemplar arquitectura bien hecha. Además, cuando el trabajo está hecho con honestidad, cuando has cuidado el detalle, el resultado tiene premio, y encuentras algo que no esperabas. Es como una conversación.
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-¿Qué necesita para poder completar bien un día de trabajo?
-La colección de diseño. Documentar, reparar o, simplemente, contemplar algún objeto, me ayuda mucho a evadirme.
-Está a punto de cumplir 64 años, ¿ha pensado en algún momento en retirarse?
-(Contesta rápidamente) No, no me quiero retirar. La edad es la que pone en el carné, pero yo no me reconozco en absoluto en ella. Nunca me he guiado por eso. Conozco a gente que con cincuenta años son unos auténticos abuelos. Tengo la suerte de que me relaciono con gente mucho más joven que yo, y eso también ayuda.
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-¿Todavía te queda ilusión e ideas?
-Ideas no sé, ilusión muchísima (ríe). Ahora estamos ideando el futuro que queremos para el Espai Alfaro.
-¿Le ha quedado la responsabilidad de mantener el legado de su padre?
-Nos ha quedado a los tres hermanos. Hubiera sido más fácil para nosotros que hubiera marcado una especie de ruta sobre sus últimas voluntades, pero no lo hizo. Al final de su vida se dedicó a recomprar obra suya y, con la colaboración de amigos suyos, como Raimon o Tomás Llorens, elegimos las obras que creímos que le gustaban más para completar la colección.
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