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Velluters, el círculo oscuro
CRÓNICAS MÍNIMAS

Velluters, el círculo oscuro

La mezcla de droga y prostitución ha transformado Velluters en un problema crónico para el que no hay salida, un lugar en el que la policía fracasa una y otra vez ante la pasividad administrativa mientras los vecinos no saben cómo afrontar tanta violencia

Txema Rodríguez

Valencia

Sábado, 19 de octubre 2019, 12:16

Velluters. Donde todos se conocen y nadie dice su nombre. Comenzando por el que consume la droga. No sé si en alguna ocasión han hablado con un yonqui. Si no lo han hecho les adelanto el monólogo: puedo salir cuando quiera y no es mi culpa, dice que si encerraran a los negros no venderían droga y, según cálculos basados en la experiencia narcótica de su mente, si no se vende no se puede comprar, y si eso ocurre «te jodes y no te metes». Como en los cuatro años que pasó encarcelado. Lleva enganchado desde los 16 y tiene 47. Está con un colega en el solar, sujetan la pipa como Frodo el anillo mágico, las defenderían con sus vidas. La papela de heroína que lleva en la mano es oscura y turbia. A él no le tiemblan las manos pero su compañero está muy nervioso. Dedos sucios, resquebrajados. Todo parece negro y estamos a plena luz del día. Creo que es basuco (base sucia de coca, veneno del inframundo) pero me dicen que no, me miran con cara de qué sabrás tú. No les voy a contradecir. En la esquina, una joven rubia se levanta, su brazo izquierdo cuelga muerto como una rama seca, anda aturdida, desorientada, arrastra los pies. Sus ojos azules fueron hermosos hasta no hace mucho, ahora brillan como los de un pez podrido. Se pierde en dirección a la plaza, donde hay bancos, agua y alguna sombra.

Esto dice la vecina, que además trabaja aquí desde hace años: «los conoces, ves cómo se van degradando sus cuerpos, cómo sus vidas se van apagando, te gustaría poder hacer algo por ellos»; aunque, por otra parte, está el miedo. Es un dilema ético, necesitan ayuda «pero a su alrededor se genera tanta violencia que no lo puedes soportar, de repente, a cualquier hora, escuchas gritos, ves cómo un tío amenaza a una mujer por lo que sea y no puedes intervenir porque tienes miedo. Finalmente, llamas a la policía».

Convivencia. La mezcla de prostitución y tráfico de drogas genera un clima de constante tensión y desconfianza entre los vecinos del barrio. Txema Rodríguez

Los hombres han terminado de colocarse. Sus rostros están más relajados. El nervioso sigue sin dirigirme la palabra y el otro no para de hablar, de hacer preguntas y de enlazar sus palabras con mis respuestas. Pero es lo de siempre, la negación frente a la imposibilidad. Por la calle Balmes pasa un coche patrulla a poca velocidad, estamos tras los restos de un pared, lo que queda de unos muros ya derruidos para evitar la privacidad que buscan los drogadictos. Se ve la puerta del colegio, se la señalo, «Eh, tío, que nosotros no nos pinchamos, nunca nos hemos pinchado». Lo repite como un mantra mientras guarda la pequeña pipa metálica en un bolsillo de la cazadora vaquera. Insulta a los negros y a la vida en general. Se pierden en sus bicis, bastante nuevas, la verdad, en dirección a Guillem de Castro.

Hay dos bares en la zona. Uno en la esquina de la calle del Triador con Balmes, sin letreros, solo una fachada mugrienta con grandes cristales. Antes se llamaba Cremats. Hasta los polis iban a él. Y luego está el Liberty, en la calle Viana. El primero lo regentan unos chinos que tiene más tablas que Raphael. Las mesas están ocupadas por hombres solos y orientados a la calle, como girasoles de carne. Chulos, traficantes, mirones. Casi nadie bebe y casi nadie habla, lo mínimo. Vigilan a las mujeres y se vigilan entre ellos. Alguna cerveza de vez en cuando ellos y algún café las prostitutas, frases en rumano y palmadas en los traseros de las que salen a la calle a buscar clientes. Hablo con una de estas mujeres, que lleva de puta siete años en este agujero. Es rubia y flaca. Está apoyada en una máquina tragaperras en las que las sandías y melones giran el ritmo de la música. Tiene un trabajo normal, temporal y mal pagado, que no le da para mantener a su hijo, aunque no tiene chulo, «él es el único hombre al que le doy dinero». Ella también tiene su teoría, «antes estos bares eran puticlubs pero les quitaron la licencia, así que nos obligan a salir a la calle, a estar expuestas, a que se metan con nosotras. Pero putas hay en todas partes, en todos los barrios, en todos los parabrisas de los coches tienes un teléfono al que llamar». No le gusta el barrio. A quién le va a gustar. Y se quiere ir. La vecina resume esta realidad con precisión quirúrgica, «es dramático para el que vive aquí porque esta violencia perjudica tu negocio o tu vida». Explica que la droga y la prostitución se complementan y que esta población marginal «también crea una red de apoyo entre ellos, porque los adictos son clientes de las mujeres y también sus compinches».

El policía, la cuarta pata de esta historia, cree que habría que cerrar los bares, pero al Liberty el ayuntamiento le ha vuelto a dar licencia, hasta de terraza, «es lo que falta, que tengan mesas y sillas para sentarse en la calle», dice. Todos los intentos caen en saco roto porque, desde su punto de vista, los poderes públicos fallan a la hora de rematar el trabajo policial, «no hay inspecciones de trabajo, ni Hacienda interviene cuando demuestras con actas que hay pisos que se utilizan como prostíbulos; ni los jueces, que dejan en libertad a los detenidos a las pocas horas, no hace mucho se detuvo a diez personas, llevaban cuatrocientas dosis de heroína y cocaína en el culo...sabes, nadie nos ha hecho ni puto caso y eso que somos policías». Por eso, en este círculo oscuro, ser detenido no es un drama, los agentes pierden la cuenta de las veces que los traficantes entran y salen, «hay uno, un liberiano, que ya se identifica enseñándote los papeles en los que el juzgado ordena su puesta en libertad», explica.

Prostitución. En el entorno de Velluters se reparten las prostitutas ofreciendo sus servicios en la calle. Txema Rodríguez

Las dos fincas que rodean el Liberty, el número 7 entero y tres pisos del número 9, forman el prostíbulo. Se contacta con los clientes en el bar y se termina el trabajo arriba. El rellano, las escaleras, las paredes, hasta el aire respira una suciedad más vieja que muchas vidas juntas. En el piso, según entras, a mano izquierda, sobre un colchón grande sin sábanas, reposa la madame, una mujer con obesidad mórbida, descomunal, una bola que gira sobre sí misma con dificultad para recoger los cinco euros en pago por la media hora de uso del cuarto. En el balcón un perro blanco bosteza. La mujer ni mira el dinero y apunta con el mando a la tele de plasma anclada en la pared. Está viendo «Pokémon» y en ese momento Pikachu come cereales de un bol. A ella le hace gracia. O eso parece. En la habitación, pequeña, oscura, húmeda, hay una cama pequeña con sábanas multiuso que fueron de flores amarillas hace décadas. Y un espejo alargado pegado a la pared para que te veas mientras lo haces, también unas flores de plástico robadas en algún cementerio. Una papelera. Un bidé. Un mundo sin amor ni oxígeno.

En algún momento todos los personajes de esta historia se cruzan. Hay niños que van al colegio y entran apresurados desde el coche parado en la puerta, turistas despistados, viejos mirones, comerciantes, gente de color que da vueltas en bici jugando al gato y al ratón con los policías. Dice la vecina, una mujer de mundo, que a veces se sorprende teniendo pensamientos racistas y que no se puede luchar contra la xenofobia en este lugar, «¿cómo no van a salir luego votantes de Vox?». Dice el policía que hay oenegés que ayudan pero luego falta que los toxicómanos pusieran algo de su parte para intentar salir de esta situación «prometen que irán, pero luego...ya sabes». Dice el drogadicto algo que no consigo entender sobre una vez que estuvo de fiesta en Bilbao con unos colegas. Dice la prostituta que la mayoría de los hombres no merece la pena y también me pide que tenga cuidado al salir por si está la policía en la puerta. Pero no hay nadie, solo un hombre que camina en dirección al bar. Todos saben quién es, se llama José, vende droga y siempre la lleva oculta en el hueco de una traqueotomía.

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