CRÓNICAS MÍNIMAS

¿A dónde va el dolor?

Amparo Pardo perdió a Edu en un accidente de moto. Iba con su marido en el coche y sonó el teléfono. La voz del agente de la Guardia Civil al otro lado: «Su hijo ha muerto». Amparo Sáez se quedó sin Ricardo, su hijo mayor, hace tres años y a su memoria dedica cada una de sus jornadas, «me mueve el amor, el amor por mi hijo, aunque no lo tenga lo llevo conmigo». Conchín Dolz tenía un hijo bombero al que un camionero que se durmió se llevó por delante en 2016

Txema Rodríguez

Valencia

Sábado, 21 de diciembre 2019, 00:23

Qué se puede hacer tras la muerte de un hijo, o al saber que se padece una enfermedad incurable. Cada día vemos o nos imaginamos situaciones de ese tipo, la que sin duda están atravesando los padres de Marta Calvo, que viven un infierno desde hace un mes y se preguntarán cómo hacer frente a ese dolor y volver a encontrar el sentido del resto de la vida. En la Asociación Víctor Frankl acompañan a muchos seres humanos en esos momentos siguiendo las enseñanzas de este psicólogo, superviviente de varios campos de concentración en los que perdió a todos sus amigos y familiares, que pudo poner en práctica sus teorías. Valeria Farriol, psicólogo y voluntaria, explica que él creía que en las situaciones críticas de la vida «cuando ya no te queda nada sale tu verdadero yo, sale el hombre que es capaz de matar y también el que lo es de morir con dignidad». Frankl desarrolló, a través de una técnica a la que llamó logoterapia, herramientas con las que volver a conectar con el sentido de la existencia.

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Valeria Farriol. Txema Rodríguez

A esta puerta llegan seres humanos desesperados por una pérdida o un trauma, cada vez más los derivan desde la sanidad pública y aquí encuentran a alguien que está su lado. Zoubeida Foughali, otra de la voluntarias, también psicóloga, considera que «acompañar es un arte, no se pueden dar encuentros más íntimos que los que se dan aquí porque ese dolor te lleva a una situación absoluta de vulnerabilidad, tú le dices a esa persona que estás aquí para ella y con ella». Valeria y Zoubeida sonríen. Sus voces suenan dulces, su lenguaje transmite bondad, confianza. Valeria da clases en la universidad y hace tiempo comenzó a echar una mano en el Teléfono de la Esperanza, hasta que se topó con Víctor Frankl y aprendió a «abrir un poco la mirada porque de eso va esto, de hacia dónde decides mirar». Zoubeida, a la que todos llaman Zubi, como el portero, llegó de Túnez hace 22 años y se gana la vida en una empresa, pero asegura que «ganar dinero siempre me ha parecido algo simple, pienso que tengo que aportar algo, es mi pasión, da sentido a mi vida». Explican ambas que en la asociación no se llevan a cabo terapias ni se parte de ideas preconcebidas porque las personas que entran por la puerta llegan porque se hallan «en una situación que les ha superado y no pueden enfrentarse a ella», dice Zoubeida. En ese acompañamiento, en el que se busca la reconexión con la vida, con la aceptación de que está construida sobre el dolor, se trata de abrir poco a poco una puerta por «la que pueda entrar un pequeño soplo de aire fresco», dice Valeria. No siempre se logra, ni se hace del mismo modo con dos personas, ni el proceso sigue un camino idéntico, pero en un grupo de personas a veces se producen conexiones mágicas para mirar con amor a los ojos del duelo.

Zoubeida Foughali. Txema Rodríguez

Amparo Pardo

«No dejas de imaginar cómo hubiera sido su vida, todo lo que hubiera hecho»

69 años. Valencia. Jubilada, directiva de una empresa de exportación. Txema Rodríguez

Era una mujer acostumbrada a tomar decisiones empresariales. Se acababa de jubilar cuando una llamada de teléfono cambió su vida para siempre, íba en el coche con su marido y sonó el móvil, un agente de la Guardia Civil dijo «su hijo ha fallecido». Edu, como le llamaban y le llaman, iba a ser padre dos meses después. Amparo contiene a duras penas la desesperación, en ocasiones puede con ella pero a menudo se le crispa la mirada: «Así no se puede vivir». Habla del dolor de los primeros momentos, de la incertidumbre de las horas iniciales (el accidente de moto fue un sábado en una carretera rural y hasta el martes no pudieron ver el cuerpo) y del proceso, «el calvario» lo llama, por el que lentamente vuelves a salir del agujero, «tu cabeza siempre va donde no debe ir, pasan los meses y los meses y un día pisas la calle, pero sientes remordimientos, te sientes culpable por todo, esto no se puede superar, aprendes a vivir pero no se puede». Se hace un silencio. Es largo, denso. Abundan entre estas paredes, mezclados con lágrimas y sonrisas. Hablamos de cómo se arreglan los detalles domésticos, del día en el que fue recogiendo las cosas de la habitación de Edu, de lo difícil que era subir a la parte de arriba de la casa, donde él vivía, de su ropa de la que todavía no ha podido deshacerse. Le pregunto por algún tipo de fe, la que sea, en la que pueda hallar refugio pero ahí tampoco encuentra salida, «me da coraje porque la gente que cree lo lleva mejor, me gustaría creer en un dios porque tendría algo a lo que aferrarme». El recuerdo permanente de esa ausencia se convierte, a la vez, en oasis y en desierto, en la pesadilla de cada noche, cuando la madre acepta que no lo va a ver más: «Es un trago muy duro, porque quieres ese recuerdo, porque está de otra manera en ti y no dejas de imaginar cómo hubiera sido su vida, todo lo que hubiera hecho»

Amparo Sáez

«Quiero aprender a vivir de una forma que incluya a mi hijo con amor»

70 años. Bilbao. Jubilada, trabajaba como modista. Txema Rodríguez

Amparo nació en Bilbao y su vida báscula entre Valencia y Castro Urdiales. Su hijo mayor Ricardo «ha hecho 46 en septiembre», aunque ya no está ella habla de él en presente. Es algo que hacen las tres madres de esta historia y seguramente todas las mujeres que han pasado por esta situación. Se emociona con facilidad y sus ojos brillan bajo el fondo de una lágrima siempre lista para salir. Antes se pasaba el día llorando, lo reconoce como si fuera una debilidad, aunque ha aprendido también a verlo como un signo de fortaleza. Ha encontrado una manera de seguir adelante, «cada cosa que hago la hago por él, como homenaje, voy a ayudar a las monjas al cotolengo, ayudo a hacer las comidas, coso, si hay que acompañar a alguien…». En la Asociación Viktor Frankl participa, junto a otras personas que han perdido hijos, en un grupo al que llaman Renacer. Explica que aquí no se dan consejos, ni se juzga ni se dirige a nadie, «a veces estamos juntas y calladas, me ha costado mucho abrirme». A Amparo le encanta bailar con su marido y tras la muerte de Ricardo ha conseguido volver a hacerlo «aunque ya no es lo mismo». En su caso, asegura que ha encontrado sentido a la existencia a través de una forma de espiritualidad que expresa con unas hermosas palabras: «Quiero aprender a vivir de una manera que incluya amorosamente a mi hijo y que pueda hablar de él sin lágrimas, no quiero que me quede amor por dar». Cree en el poder de esa energía que tira de su cuerpo cada mañana y aunque un trauma de este tipo ha convertido su vida en «una montaña rusa» dice que el dolor es algo que «tienes que aceptar, busqué ayuda aquí y encontré herramientas con las que poder salir, aquí nos acompañamos sin darnos consejos». Conchín se sienta a su lado y le toma del brazo con cariño. Amparo la mira y dice «también sacamos valor para ayudarnos».

Conchín Dolz

«Mi marido y yo vivimos como creemos que a él le hubiera gustado vernos»

71 años. Alboraya. Jubilada, ha trabajado como secretaria en empresas de alimentación y de productos agroquímicos. Txema Rodríguez

Conchín es de una pieza. Sólida, firme, segura. Es serena y habla de Tomás con orgullo. Le llamaban Tomy en casa. Era bombero en el consorcio provincial de Aragón y cada mañana, cuando llegaba al trabajo, enviaba un mensaje para comunicar que todo iba bien. Pero aquel día, el 13 de agosto de 2016, no llegó. Nunca más lo haría porque un camionero se quedó dormido y se llevó por delante su coche en una carretera secundaria. Le dijeron que había sufrido «un incidente» y desde entonces cada vez que escucha esa palabra siente un escalofrío. Los compañeros de Tomás acudieron a excarcelarlo. Uno, que también era amigo íntimo, sujetó su mano en ese momento. Tiempo después dejó el trabajo porque no pudo superar aquello. Pero Conchín lo hizo, «hablamos mi marido y yo con serenidad y nos preguntamos cómo hubiera querido él que estuviéramos, cómo quería vernos y a él le hubiera gustado que viviéramos la vida, así que nos pusimos a aplicarlo». Conchín se comunica con Tomy a través de las libélulas, animal por el que él sentía predilección. Rememora los gestos de afecto de sus compañeros, los sentimientos de admiración hacia su hijo, al que todos querían y cuando necesita comunicarse con él le pide que aparezca una libélula y alguna de ellas, de forma mágica, se acerca a Conchín, «necesito algún tipo de señal porque esto es muy difícil de llevar (...) quiero entender que hay algo más, que con la muerte no se acaba todo porque quiero volverlo a ver». Acaricia su colgante, sonríe. Sus movimientos son serenos pero firmes. No existe asomo de ira en su mirada. Lo explica así: «No siento odio ni rabia, he ido aprendiendo a aceptar que éste es mi camino. Mi marido no viene aquí porque dice que él lleva las cosas a su manera, pero a veces le digo que necesito un abrazo y me lo da. Las dificultades nos han unido más que otra cosa».

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