CRÓNICAS DE UN HOSPITAL

Desde dentro de la UCI

No quieren ser héroes, son profesionales que luchan en el lado más duro. Donde las vidas, sin metáforas ni adornos, están en juego

Txema Rodríguez

Valencia

Domingo, 19 de abril 2020

Hay una mesa larga y una distancia entre las personas marcada por el virus. En la zona administrativa del Hospital la Fe comienza una reunión, como cada día nada más arranca la mañana. En ella, los responsables de cada área hacen balance. Las altas, bajas, ingresos, fallecimientos; barras de diferentes colores que representan vidas y ausencias. Los números van variando, como bien sabemos, y sobre ellos se hacen cálculos y cábalas. Antes de llegar a formar parte de una suma en una hoja de cálculo fueron seres humanos que pasaron por las manos de profesionales de cuidados intensivos, reanimación y especialistas en enfermedades infecciosas; la parte más dura, la más próxima al fracaso. Ésta es una historia sobre ellos y su trabajo, que Pilar Argente, jefa del Área de Anestesia y Reanimación, resume con precisión: «Se trata de contar la verdad desde la honestidad, porque eso nos hará entender las cosas, hay que decir lo que está pasando, no siempre dar la imagen de que no pasa nada; claro que pasa y tiene un coste terrible, no podemos ignorar a los muertos, no son una estadística, hay que recordarlos porque ese recuerdo nos protege a los vivos».

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Los pacientes están solos y los pasillos en ebullición por culpa del «bicho». Los trajes de protección igualan a todos, como uniformes escolares, difícil saber quién es quien. Un grupo de limpiadoras posa, evitando los abrazos que un día se darán, para una foto que antes no se hacía. Hay luz en los corredores que comunican los boxes de la zona de reanimación, son amplios, con puertas de cristal que abren emitiendo un quejido mecánico, como si exhalaran aire. Los suelos están marcados con líneas verdes y rojas. Es el momento de hablar de algunas cosas. Pilar derrocha energía. Comienza ella refiriéndose al miedo y la angustia de tratar a los pacientes, de llegar a sus casas, «no podemos tener contacto familiar, para nosotros todos los días son el día cero», dice. Están con ella Fina Monzón, enfermera y adjunta del área de Anestesia y Reanimación, y Rosario Vicente, la coordinadora de la Unidad de Reanimación. Pilar lleva la voz cantante, todos lo saben. Utiliza una palabra que sale a menudo en las conversaciones dentro del hospital, sea cual sea la naturaleza del trabajo que se lleve a cabo. Se trata de «reinvención», y se puede aplicar a casi todo, en especial a los sistemas de protección para los profesionales y pacientes. «Las personas que trabajan aquí tienen miedo, no son héroes ni nada de eso, pero son unos grandes profesionales y eso es lo que ha hecho posible que ahora podamos ver un poco de luz, es el momento de analizar a toda la población sanitaria y saber de qué material humano disponemos. Defendernos y defender al paciente», explica Argente. Rosario cuenta que los aplausos son un estímulo, pero «es verdad que pedimos más cosas, somos profesionales y estamos contentos de poder aportar nuestro grano de arena, pero sufrimos por nuestra seguridad, la de nuestras familias y amigos». Fina destaca la labor de los enfermeros, encargados de suplir las dificultades de comunicación de los pacientes con sus familiares, «está siendo físicamente muy duro y también desde el punto de vista de los sentimientos» y Pilar remata la frase con contundencia: «La enfermera se lleva a casa toda la mierda emocional, va cargando su mochila con todo ese sufrimiento». Las tres coinciden en que el coronavirus pasará después una abultada factura a las vidas privadas del personal sanitario, un pago en forma de traumas psicológicos aunque, por otra parte, saben que la vocación de atender a otros seres humanos cuya vida está en riesgo es un combustible que enciende un motor por muy usado que esté, «hay que intentar salvar todas las dificultades, tenemos que levantar a nuestros equipos con toda la pena que sienten», dice Argente. Estas tres mujeres, lejos de los arquetipos mediáticos, expresan desde la experiencia de los años el amor que sienten por su trabajo. Lo explica Rosario: «No es difícil, nos gusta, ésta es la zona dura, el sufrimiento es mucho, pero las satisfacciones también son enormes».

1. Un paciente con fallos multiorgánicos recibe medicación en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital la Fe. 2. El protocolo para la colocación y retirada de los trajes de protección es muy riguroso. Mientras uno se lo pone un compañero repasa cada fase. Txema Rodríguez

Elena Sancho es médico residente en la Unidad de Cuidados Intensivos. Lleva unas cuantas horas atendiendo a pacientes en estado crítico, inclinada sobre uno de ellos introduce un catéter en una arteria, cerca de su corazón. El hombre, explica el jefe de Medicina Intensiva, Álvaro Castellanos, es un ejemplo vivo de casi toda la tecnología que en un hospital se puede conectar a un ser humano. Le fallan los riñones, los pulmones y el corazón. Está rodeado de tubos, de un aparato para la diálisis, una membrana de oxigenación extracorpórea, un respirador, decenas de monitores y del delicado tacto de Elena que cuando acaba muestra su rostro extenuado, marcado por el roce de las mascarillas. Sonríe y le brillan los ojos a la vez, es una especie de llanto subterráneo que se ve en muchas caras cuando hablan de lo que están viviendo. Dice que lo que más difícil es intubar a un enfermo y pensar que tal vez «su cara sea la última visión de su vida». Castellanos cuenta maravillas del equipo con el que trabaja. Son casi doscientas personas. Es un hombre experimentado, en medio de una tormenta de emociones. Se une a la conversación Gemma Leiva, la supervisora de Cuidados. Recuerdan juntos la ansiedad de los enfermos por tener cerca un teléfono con el que comunicarse con sus familiares, el instante en que se despiden de ellos, y cuando algunos vuelven a la vida. «También vivimos lo guay», dice Leiva mientras Castellanos señala un par de camas vacías a nuestra izquierda: «No te puedes imaginar la alegría que me da verlas así y saber que estaban ocupadas por personas a las que hemos ayudado a seguir junto a nosotros». En el rincón, ligeramente incorporado, un hombre respira inconsciente con la cabeza ladeada sobre el hombro izquierdo, «pensábamos que lo perdíamos y lo estamos sacando adelante», dice el médico. Y luego está la otra parte, la que no se incluye en el sueldo. Pone Leiva un ejemplo: «Nos llegó la carta de un chiquillo de seis años, su familia quería que la grabáramos en un audio con una música que nos indicaban. Era una carta que le había escrito a su abuela». Llora.

Los pacientes de la UCI están monitorizados en todo momento y cada dato sobre su salud es analizado al instante desde una mesa de control. Txema Rodríguez

Hay un pasillo con una iluminación tenue por el que andan seres humanos envueltos en batas y monos. Una mujer limpia con brío las puertas de las habitaciones. Esto es la Unidad de Aislamiento de Alto Nivel, dotada con habitaciones de presión negativa, un sistema que permite renovar el aire y evitar las dispersiones de agentes patógenos. El temido Covid 19, en este caso, para el que muchas zonas del hospital han tenido que reinventarse. No es el caso. Aquí ya se han combatido el sida, la gripe A o el ébola. Miguel Salavert, jefe de la Unidad de Enfermedades Infecciones, explica el meticuloso procedimiento de higiene que se aplica para acceder a estas habitaciones, con protocolos cada vez más precisos para evitar contagios. Los ojos del personal dejan ver el cansancio, incluso bajo la superficie borrosa de las gafas que no oculta el brillo del sudor. Parecen moverse a cámara lenta. Van en parejas para que uno pueda supervisar el trabajo del otro, para comprobar, por ejemplo, que al ponerte o quitarte el traje de protección has seguido el orden, no ha quedado ningún pelo fuera, no has tocado el exterior, no has dejado un milímetro de piel expuesto al contagio. Huele a alcohol, a oscuridad, a lejía. Explica Salavert que ya a principios de enero pidió que se iniciara algún tipo de preparación y el 22 que se reuniera un comité de crisis y que por San Valentín se puso en conocimiento de Fernando Simón «el cariz que esto tomaba, le dijimos que nos preocupaba el material sanitario, que había que tener reservas, fármacos antivirales, respiradores. Dimos avisos y nos hemos sentido marginados». Soledad García, Ion Mackay y Ana Navarro, dos técnicos de rayos y una celadora, respectivamente, caminan juntos mientras empujan un aparato. Pasan a nuestro lado. La máquina tiene un brazo metálico y un interruptor al final de un cable. Acaban de salir de una de las habitaciones con paciente infectado y llevan la correspondiente placa torácica bajo el brazo. También hay un ecógrafo, que se está mostrando útil para mostrar con detalle cómo evolucionan los pulmones y acertar con el momento idóneo en el que se inicia el tratamiento médico lo que Salavert denomina la «ventana de oportunidad», antes de que el ataque del coronavirus desencadene el caos en los pulmones. Hay que probarlo todo. Reinventarse.

1. Un paciente que ha salido de la UCI recibe los aplausos del personal sanitario en su camino a la planta. 2. El personal que realiza esta labor se ha convertido en una pieza clave para evitar que el virus pueda contagiar. La lejía diluida se usa de forma intensiva y metódica. 3. El calor de las protecciones y las agotadoras jornadas de trabajo dejan marcas en la piel de todo el personal que trabaja con enfermos infectados por el Covid. Txema Rodríguez

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