Un paseo por el ajetreado mundo subterráneo
CRÓNICAS DE UN HOSPITAL ·
En los sótanos del hospital La Fe. La actividad es frenética para preparar miles de platos de comida o limpiar la ropa, entre otras muchas cosas que no están a la vistaCRÓNICAS DE UN HOSPITAL ·
En los sótanos del hospital La Fe. La actividad es frenética para preparar miles de platos de comida o limpiar la ropa, entre otras muchas cosas que no están a la vistaEl mundo subterráneo del hospital está poblado por un ejército invisible de trabajadores. Cumplen cada día funciones valiosas pero no tan reconocidas como las de otros profesionales; en los sótanos, entre otras cosas, se hacen las comidas, se almacenan cantidades enormes de materiales y se prepara la ropa de las camas y el vestuario. Todo en cantidades descomunales y a un ritmo veloz. Eso y algunas cosas más, como la limpieza, seguridad o gestión de los residuos son responsabilidad de Josefina López. Tiene un cargo de esos difíciles de definir, jefa de Servicios Generales, al que ella se refiere con ironía del siguiente modo: «Básicamente consiste en que cuando alguien no sabe de quién depende una cosa, quién la tiene que hacer o necesita algo que desconoce cómo conseguir me llama a mi, soy un cajón de sastre».
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La pandemia ha añadido presión a su jornada laboral y como en casi todos los departamentos ha habido que esforzarse para cubrir todos los frentes. Un ejemplo fue la demanda de ropa en los momentos de mayor de número de casos de Covid-19, se incrementaron el número de trabajadores y también las frecuencias de uso, hasta llegar a momentos en los que no había tallas suficientes para todos. Pero junto a las grandes cifras -un ejemplo, cada día se envían a lavar ocho toneladas de ropa- también hay tiempo para los detalles, como arreglar las mangas de la ropa de los bebés para que sus manos entren y salgan sin dificultad o preparar un menú personalizado para un millar de comensales. El coronavirus ha puesto en primer plano actividades a las que no se daba importancia que merecen. El caso más llamativo ha sido la limpieza y cuya supervisión, en este caso los trabajadores dependen de una empresa externa, también lleva a cabo López. Dice que «han respondido muy bien, están currando muchísimo y nunca han dicho que no cuando ha habido que ampliar el servicio». En el almacén también se han vivido momentos de tensión durante el pico de mayor actividad de la pandemia, cuando el material de protección de los sanitarios se agotaba y los proveedores, saturados por la demanda dejaban de servir los pedidos de guantes y mascarillas quirúrgicas. Ahora, dentro de las miles de referencias que se manejan en las naves destinadas a apilar cajas y cajas de productos este tipo de mercancía «se custodia y se entrega en mano», explica José Antonio Sosa, responsable de la logística, porque ahora «nuestra mayor inquietud es no poder tener».
Pero son las cocinas el lugar que mejor puede servir de ejemplo para entender las dificultades que entraña la producción a gran escala que cada día tiene lugar en este mundo oculto a los ojos. Visto desde fuera, cocinar para cerca de mil personas todos los días y elaborar un menú distinto para cada una de ellas, organizado en orden por plantas y números de habitación parece magia. Un prodigio de la organización del que se encarga Inma Añón, una gobernanta de voz dulce y décadas de experiencia que tiene todo el engranaje humano de este proceso en su mente y no quiere, de ninguna manera, que se hable de ella. Explica que se trabaja en tres turnos de sesenta personas, porque las cocinas están en marcha de las 6.30 de la madrugada hasta las 12 de la noche y que el proceso, del que siempre queda un registro informático, comienza cuando un enfermo ingresa en el hospital y la enfermera (o enfermero) introduce en el programa la dieta que se le ha puesto. La información de cada paciente (los que pueden comer de todo eligen entre dos opciones y los niños entre tres), supervisada siempre por dietistas, pasa a unas fichas a partir de las que se elabora la comida. Con la tarjeta de cada enfermo «se hacen los pedidos y en el almacén preparan la materia prima, que pasa a los cocineros; ellos se reparten lo que van a hacer, primeros, segundos o si se van a dedicar ese día a lavar o cortar los ingredientes», explica.
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Lejos de lo que ocurre en otras cocinas, los fogones del hospital son un lugar donde la creatividad no tiene valor. Es más, está severamente prohibida. Cada plato tiene una ficha técnica y ha de contener exactamente lo que anuncia, «no puedes improvisar, esa ficha es sagrada porque además de las indicaciones sobre el menú que conviene a cada paciente según su patología tiene en cuenta si es alérgico a algo o intolerante a algún producto, por ejemplo», dice Añón. Y añade que hay inspecciones periódicas para comprobar que se hace bien. El proceso de emplatado es también un espectáculo, y se realiza a partir de la ficha de cada enfermo y siguiendo un orden preciso para facilitar el reparto en las habitaciones, una de las peculiaridades de La Fe es que se trata de un hospital enorme «y las distancias que hay que cubrir son muy grandes, ir a llevar las comidas a Urgencias es como caminar hasta Sebastopol con esos carros tan enormes llenos de platos», bromea Inma.
El coronavirus ha complicado las cosas, ahora los dietistas no van a las plantas a preguntar qué quiere comer cada uno, y ha obligado a emplear cubertería desechable para los infectados, pero igual hay que dar desayuno, comida y cena a tan abultada población, dice Añó que «no siempre sale igual, pero se intenta que coman muy bien».
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