La tribuna de Opinión de LAS PROVINCIAS se abre los lunes a firmas ilustres de otros medios de comunicación, que aportan su particular visión sobre ... el futuro de la Comunitat Valenciana. Este periódico refuerza así su apuesta por la pluralidad sin perder nunca de vista sus señas de identidad.
Dime de qué tierra vengo. Dímelo tú, buen amigo. Si sientes lo que yo siento, ven y cántala conmigo. Ven y cántala conmigo», entonaba Luis Manuel Ferri, nacido en Aielo de Malferit y consagrado como leyenda del pop bajo su pseudónimo Nino Bravo.
«Mi tierra tiene naranjos y tres mares que la besan», añadía con una escueta frase que define a la perfección el potencial agrícola y turístico de la Comunidad Valenciana. El cultivo de los cítricos ha curtido a generaciones de valencianos durante centurias y ha labrado el carácter de muchos de sus herederos, dedicados hoy a la fértil industria del turismo.
Porque la versatilidad del territorio autonómico le permite desde albergar una de las principales factorías automovilísticas de España hasta acoger un sector azulejero de prestigio mundial. Hace posible que fructifiquen variedades autóctonas de manzana como la Esperiega, en el Rincón de Ademuz, un caqui único como el Rojo Brillante en L'Alcúdia o el jugoso níspero de Callosa d'En Sarrià, o que emerjan plantaciones con miles de higueras en la Vega Baja. Sí, ese árbol que crece a su libre albedrío en tantos rincones solariegos y que bien cuidado y tratado puede proporcionar un exquisito doble fruto (higo y breva).
Nos identifica un estilo de vida de disfrute contagioso, que venera la cerveza en una terraza
En cierto modo refleja el carácter valenciano: individualista, tenaz, capaz de impulsarse en terrenos casi baldíos y sin apenas cuidados, de lanzarse a la aventura internacional sin saber idiomas y con escasos recursos económicos. A base de extender con fuerza sus raíces y de pensar que no tiene techo. El problema radica en que en demasiadas ocasiones echa sus frutos a perder, ya que terminan alfombrando la parcela por exceso de maduración y sin recolector que los disfrute.
«La millor terreta del món» se ha asentado como una frase paradigmática de la locuacidad valenciana. No obstante, da la sensación de que en ocasiones la tomamos a chanza, sin creérnosla del todo. Sí, la vinculamos a la paella paterna de los domingos, a las fiestas locales, a las risas con las amistades, al ambiente de la comparsa o la cofradía o al regusto del puchero materno cuando se añora en la distancia. A cuestiones subjetivas y nostálgicas.
No obstante, nos falta salpimentarla con un toque objetivo, el que confirma nuestras sensaciones. El aroma que nos revela que vivimos en una autonomía que puede presumir de monumentos imponentes de norte a sur, desde los castillos de Peñíscola o Morella a los de Alicante o Villena, amén de catedrales como las de Valencia, Orihuela o Segorbe. Habitamos en una comunidad que supera los 500 kilómetros de costa y que ofrece una bonanza climática para tumbarse en su litoral habitualmente arenoso y zambullirse en sus playas durante gran parte del año.
Convivimos en un territorio espigado, que alarga las distancia entre los extremos. Quizás por ese motivo se agranda la lejanía física y emotiva entre provincias. Tampoco ayuda el hecho de que la autonomía exhiba como apellido el gentilicio de los habitantes de la capital y de la provincia que entorna la aludida metrópoli. Galicia, Cataluña o Andalucía lucen nombres más neutros y diferenciados de sus provincias. Nos pasa como a Castilla y León. No llegamos al caso de la Comunidad de Madrid, donde la parte se confunde con el todo porque casi es el todo.
Además del clima, nos identifica un estilo de vida de disfrute contagioso, el que venera esa «cervecita en una terraza». Y no por la bebida en sí, sino por la conversación bajo el halo de nuestra fulgente luz natural. Si, muy diferente a la de otros lugares. Nuestra forma de gozar de la existencia induce cada año a miles de foráneos a instalarse en la Comunidad Valenciana, en casi cualquier punto de ella. Y no se suelen arrepentir. Estamos acostumbrados a compartir espacio, y a ser solidarios, con personas de diferentes lugares, razas, creencias y costumbres. En raras ocasiones constituye un problema.
Quizás por esas múltiples características en demasiadas ocasiones nos perdemos en los detalles, nos obcecamos con las diferencias. Nos distanciamos por nimiedades y no hacemos frente común para reivindicar aquello de lo que el conjunto de la sociedad se podría beneficiar. Posiblemente por ese motivo a pesar de hallarnos en pleno centroeste de España tengamos vías de comunicación peores que algunos de los territorios extremos.
No deja de sorprenderme el cariño con el que en ciertas regiones de Suiza o Francia, gélidas y con encantos relativos, se relamen al hablar de su tierra. O cómo se tiende a venerar naciones inhóspitas y sin apenas servicios públicos como Canadá. En la Comunidad Valenciana contamos con la suerte, por nuestro clima y condiciones, de mejorar la calidad de vida de la mayoría de lugares del mundo. Falta que nos lo creamos, que hablemos con autoestima de «la nostra terreta». Porque objetivamente lo merece. «Mi tierra tiene su voz. Que ruge si se la encierra. Dime de qué tierra vengo. Yo si quieres te lo digo», cantaba con orgullo Nino Bravo.
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